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Nace la literatura

Por Juan Francisco Baroffio



Todo tiene un inicio. El mundo, la vida y la literatura. Cada nación quiere poder exhibir ante las otras las partidas de nacimiento de su identidad. Las revoluciones y las independencias tienen sus fechas y hechos ciertos. Pero el arte se decanta por otros senderos. No siempre es una tarea sencilla poder afirmar, sin error, el momento del fiat lux.

El caso de la literatura argentina tiene un derrotero complejo. Simbólico incluso. Su texto fundacional, aquel que emerge por encima del resto de los producidos antes y después es un cuento porteño, violento, político y desaparecido. Cinco cuestiones emblemáticas que se han vuelto parte de la vida y los debates de los argentinos.

Esteban Echeverría nació en la Buenos Aires colonial de 1805. Se educó formalmente a medias. Su vida disipada y amorosa no dejaban lugar para esas cosas. Tampoco las tragedias personales que casi lo llevan al suicidio. A sus veinte años se embarca, casi como peregrinaje obligado de su generación, hacia Europa. Es 1825 y recala en la París del romanticismo. Allí se encuentra y se hermana con las letras de Byron, Hugo, Lamartaine, Vigny, Goethe y Chateaubriand. Renace al credo del socialismo utópico de Saint Simon a través de sus discípulos Leroux y Fourier. En 1830 regresa a su patria con el equipaje de sus nuevas convicciones estéticas y filosóficas.

Su país en muy distinto al que dejó cinco años antes. No hay una verdadera unidad nacional, los gobiernos de provincia y las dos alternativas políticas, Unitarios y Federales, están inmersos en una guerra de destrucción total.

Los caudillos, aquellos pequeños leviatanes unipersonales que aúnan en sí la fe, el temor y la admiración de sus pueblos, que están dispuestos a morir y matar por él, son lo más alejado de los ideales libertarios del romanticismo. Pero también lo están los unitarios a quienes Echeverría reprocha su desconocimiento del país. Por eso, en un primer momento el joven porteño se decanta por la primera facción, más no sea por el carácter popular y criollo de los caudillos. Y de entre los caudillos, siente cierto deslumbramiento por el más singular de todos: Juan Manuel Rosas. El Restaurador de las Leyes y el Orden, es popular y patricio. Única figura de relevancia nacional que se alza omnímodo en el escenario político. En él se cree ver a un verdadero y arquetípico Cincinato criollo. Toda la Generación del 37 se siente impresionada por este hombre misterioso que gobierna en forma autocrática y que ellos creen, encarna la estética del héroe romántico.

Pero es un idilio llamado a la muerte. La admiración intelectual, e incluso algunas adulaciones literarias, no van con el hombre que, por tratarse de tiempos de guerra, consagra la máxima de que «está contra mí, el que no está del todo conmigo».

El exilio, la censura o la muerte les espera a varios de los miembros de aquella fraternidad intelectual. Estas circunstancias los convierten en férreos opositores. Y la fe de los conversos suele ser fanática. Los que antes habían escrito loas o hablado con admiración se entregan a la escritura de textos políticos y, en algunos casos, a la conspiración con los enemigos externos del régimen.

Allí, en esos años de exilio y desencanto, Echeverría escribe la obra que da nacimiento a la literatura argentina. El matadero es un cuento y eso no es menor, teniendo en cuenta la poderosa producción cuentística que caracterizará al Río de la Plata.

Hay una evolución en este texto. Atrás quedaron los discursos excesivamente líricos e inverosímiles puestos en bocas de indios que encontramos en La cautiva. Pero para ser justos, la cultura literaria argentina nunca le dio lenguaje al habitante nativo como sí hizo con el gaucho.

El amor romántico deja paso a un texto realista, brutal, simbólico y de prosa fluida, directa. El tratarse de un texto de ficción no le impide a su autor descender a los barros de la política. Pero lo que en otros termina empantanado, aquí se vuelve de una suciedad prístina.

En El matadero encontramos tres voces claramente diferenciadas: la primera persona irónica, ácida, indignada e inteligente del narrador; el habla criolla, llena de incorrecciones del pueblo «bajo»; y el lenguaje engolado, artificial del joven unitario. Construcción perfecta que en el breve texto deja plasmadas para siempre lo irreconciliable y absoluto de un país politiquero y que no sabe entenderse. Porque en el joven unitario Echeverría pareciera plasmar no solo sus ideales de juventud, sino la ingenuidad de los suyos de creer que se puede construir una sociedad sin saber hablar con el elemento local.

Años más tarde, La fiesta del monstruo (1977) firmada por H. Bustos Domecq (alter ego virtuoso de Borges y Bioy Casares) lo reescribirá con los colores de las nuevas facciones en pugna. Pero para ese entonces el cuento de Echeverría ya se habrá vuelto canónico.

El texto desaparecido y publicado veinte años después de la muerte de Echeverría se ha vuelto emblema primero, pero no solo por sus méritos literarios (que son muchos). Sus diferentes relecturas y reescrituras son la confirmación de su vigencia por lo extraliterario. Aquella vena viva y siempre latente en la Argentina de los conflictos partidarios irreconciliables, de la muerte y la violencia política. Aquel maniqueísmo que todo lo embarra y que, real o simbólicamente, siempre vuelve al matadero.



 

Escrito en algún momento de la década de 1840, el texto vio la luz 20 años luego de la muerte del autor. Apareció, recuperado por sus amigos, en el primer número de la Revista del Río de La Plata (1871), editada en Buenos Aires por Andrés Lamas, Vicente Fidel López y José María Gutiérrez. La publicación se extendió hasta 1877.

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