Andrés Montero, autor de muchas voces
- Ulrica Revista
- 11 jul
- 6 Min. de lectura
Entrevista - Edición N45
Conversamos con el autor chileno en ocasión de la publicación de Taguada (La Pollera, 2025), su más reciente novela, que indaga en la oralidad de los pueblos como constructora de su identidad. La narración oral, la literatura escrita, los cuentos y la Verdad en una charla imperdible.

ULRICA: El narrador de Taguada tiene como uno de sus disparadores, para comenzar su historia, una charla con Nicanor Parra. Sabemos que vos realmente lo entrevistaste. ¿Cómo ves hoy esa entrevista, después de tantos años y ya siendo un escritor con trayectoria?
ANDRÉS MONTERO: La verdad es que no fue una entrevista, sino una visita sin ningún tipo de expectativa, mucho menos preguntas puntuales que hacer. Una visita, digamos, de fan. Lo que está contado en Taguada puede considerarse una crónica de esa visita, porque fue exactamente así, aunque hablamos de muchas más cosas que dejé afuera en la novela porque necesitaba concentrarme en la historia del contrapunto. Es bonito preguntarse quince años después cómo veo ese día. Tuvo algo de aventura y de inocencia, dos cosas que no te acompañan toda la vida y que suponen un estado de gracia para la exploración literaria. Lo veo también como un día histórico para mí: lo más cerca que estuve de un mito, que en este caso era una persona que por su edad representaba la mitad de la historia de Chile. Ni más ni menos.

U: Tus lectores saben que trabajás mucho el tema de la oralidad. Pero en esta novela, Taguada, creemos que te superás. Hay registros muy diferentes, muy distintivos, en cada personaje que aporta una pieza al texto. Casi como si cada uno tuviera una entidad propia. ¿Cómo fue el trabajo para lograr esos registros tan particulares?
AM: Me gusta escuchar cómo habla la gente, cómo dice las cosas, qué entonaciones usa. Es una de las cosas que más me gusta de viajar, sin duda: escuchar. Como tengo buena memoria y buen oído, no me olvido de las frases que pronuncia la gente. Debe ser insoportable vivir conmigo porque me paso años repitiendo una frase que le escuché, por ejemplo, a un desconocido en un café de tal o cual ciudad. Entonces, cuando creo personajes para mis libros, me vienen a la memoria formas de decir que he escuchado por los caminos. Es algo bastante más natural de lo que puede parecer, quiero decir que no hago un trabajo esmerado y puntilloso en reproducir las formas del habla, sino que «toco de oído». Aunque en Taguada en particular sí investigué un poco más las formas del habla del pasado, porque como la novela viaja hacia atrás ya no me servía mi memoria. Esa investigación la hice, hasta donde pude, con registros orales: películas antiguas, grabaciones, recuerdos de mis papás. Luego fui a los libros, a los diarios antiguos, a la lira popular.
U: En la novela se desanda una historia que es casi un mito. Pero que sería constitutiva de una identidad y de una forma de ser del pueblo chileno. ¿Por qué crees que la literatura tiene ese poder para forjar la identidad de los pueblos?
AM: Yo creo que lo que forma la identidad de los pueblos son las historias que los mismos pueblos se han querido contar. En ese sentido, me parece que la oralidad (comunitaria, expansiva, traspasable) está más ligada a la identidad que la literatura. La gracia de esta última es que, a diferencia de la oralidad, tiene un permiso mayor para reflexionar sobre esas historias, para mirarlas desde todos los lados posibles, para desarmarlas y armarlas de nuevo, para filosofar con ellas, y desde ahí también está operando en la construcción de una comunidad que se piensa, que es crítica y reflexiva, es decir, que es capaz de crecer, de mejorar, de reconocerse. Pero ese rol, tan fundamental, de la literatura, no tiene éxito si la comunidad no lee, y mucho menos si la comunidad ya no recuerda sus historias orales. En este momento del mundo, creo que hay que volver a recuperar esas historias primigenias, esa materia prima, porque creo que ahí está la identidad de los pueblos y lo que nos puede salvar del olvido y la desmemoria. La literatura escrita puede ayudar mucho en ese trabajo, por supuesto.

U: En una entrevista dijiste que eras un niño muy mentiroso y que tu padre te mandó a escribir cuentos. Y en tu novela anterior, El año en que hablamos con el mar, también abordás el tema de la literatura como algo colectivo, pero a esa pequeña comunidad pareciera no importarle tanto cuál es la verdad sobre los hermanos Garcés, sino tener una historia. ¿Un buen cuento basta para suplir la verdad? ¿Cómo sería ese proceso?
AM: Mark Twain dijo alguna vez que no había que dejar que nadie te arruinara una buena historia con la verdad (aunque la verdad es que no hay certeza de que Twain haya dicho algo así). En lo que a mí respecta, no me importa que una historia sea verdad, lo que me interesa es que contenga una verdad, que es muy distinto. En el caso de los isleños de El año en que hablamos con el mar, pueden exagerar, inventar, desconocer, agregar, etc., pero nada de eso quita que la historia que están contando se basa en una verdad muy profunda, y que tiene que ver con las decisiones que tomamos o dejamos de tomar en la vida. Es el poder de la ficción, que nos permite mirar nuestro mundo y nuestra vida desde una perspectiva nueva. Aunque no sea nuestra historia, (o precisamente por eso) la ilumina. Y eso es mucho más importante que la mera fidelidad a unos hechos cuya interpretación, por lo demás, nunca será objetiva.
U: Uno de tus proyectos también tiene que ver con contar cuentos, en forma oral, en diversos medios. ¿Qué significa para vos contar cuentos?
AM: Es la forma que encontré para ganarme la vida. Una que me gusta muchísimo, además. Gracias a la narración oral he conocido a mucha gente, muchos amigos y maestros, ciudades, pueblos, y especialmente a mi compañera de vida. Le debo mucho a los cuentos. Yo creo que la práctica de contar cuentos vincula algunos de los mejores rasgos de los seres humanos: la capacidad de escucha, la empatía, la reunión en torno a una historia, la imaginación, lo comunitario, el traspaso cultural entre generaciones. No tengo ninguna duda de que entre más cuentos se cuenten mejor va a ser el mundo. En condiciones adecuadas, por supuesto: un cuento contado no alcanza ninguna de sus posibles virtudes si se cuenta en un gimnasio para quinientos alumnos. Es un arte íntimo. Lo menciono por si algún docente lee esta entrevista.
U: ¿Cuál crees que es hoy el lugar que la oralidad tiene en la literatura?
AM: A nivel mundial, no lo sé. A nivel latinoamericano, creo que tiene un lugar preponderante. Muchas de las mejores novelas latinoamericanas de este siglo tienen mucho de viejas historias orales en sus tramas, pero sobre todo creo que hemos dejado de escribir como si nuestros libros tuvieran que parecer traducciones de Anagrama. Eso significa que nuestras palabras, las de cada país, pero incluso las de cada ciudad o pueblo, tienen un lugar destacado. El léxico global latinoamericano se va enriqueciendo porque no hay miedo a escribir como se habla, y no como se supone que debería ser «La Literatura». En general, diría que los márgenes (geográficos, sociales) están dándole importancia a su propia oralidad en la literatura, lo que produce libros más vivos y en tensión.
U: ¿Cualquier cuento puede ser contado en forma oral? ¿O qué se necesita para poder narrar oralmente una historia?
AM: Contar un cuento es proponer a quien escucha una secuencia de imágenes, como para que reproduzca una película en su mente. En ese sentido, es difícil contar cuentos donde lo importante es solamente la sintaxis, porque quien escucha tiene dificultades para ir creando imágenes en la mente y puede terminar por desconectar. Y un narrador nunca puede perder al público. A nivel general, para narrar oralmente una historia se necesita, primero, tener muchas ganas de contarla. Segundo, que esa historia que cuente algo, no sirve un monólogo donde no pase nada. Y obviamente, necesitamos un público que quiera escuchar.
U: Nuestra pregunta ya clásica para cerrar entrevistas: ¿Qué libros tenés en la mesita de luz?
AM: Ahora mismo estoy leyendo la novela Una historia es una piedra arrojada al río, de la catalana Monica Batet. Y tengo en la mesita de luz (velador, le decimos por acá) Autogol, una novela del colombiano Ricardo Silva Romero. Al mismo tiempo, siempre estoy leyendo cuentos populares, ahora estoy leyendo los Cuentos prohibidos rusos, una colección de cuentos de tradición oral rusa, muy inapropiados para niños, que por lo mismo quedaron fuera de la recopilación de cuentos populares de Afanasiev.
Comentarios