Por Delfina Migueltorena
Hace algunos años me recomendaron en Wilborada, una librería estilo inglés, ubicada en el corazón de Bogotá, a Carolina Sanín. En ese momento me llevé, por consejo de su dueña, dos libros: Los niños, una novela breve editada por Laguna, una editorial independiente que además de tener un catálogo surtido de narrativa latinoamericana, tienen las portadas más lindas que encontré en todo mi viaje a Colombia; y El ojo de la casa, editado por otra editorial autogestiva del país que tiene una selección de ensayos que siempre lamento no conseguir en las librerías de Argentina.
Mientras deambulaba por los tres pisos de la librería, Yolanda, la librera, me preguntó si me molestaba que mis libros estén escritos. Le mostré, a modo de respuesta, el ejemplar de Ciencias morales que llevaba en la mochila, repleto de hojas dobladas, post-it, anotaciones y subrayados. No terminé de guardar el libro que ella empezó escribir una dedicatoria que años después se convertiría en uno de los mejores recuerdos de ese viaje.
Cuando nos despedimos, me rogó no leerla hasta volver a Buenos Aires. No cumplí pero estuve cerca. En una de las escalas que me traían de regreso, abrí El ojo en la casa y leí «Elegí a Carolina entre todas las escritoras del país porque quiero que conozcas a una Colombia más despierta que la que muestran los medios» entre otros elogios que suscitan cuando dos colegas se encuentran por primera vez. Ahí encontré la palabra que definiría para mí la intención de todas las obras de Carolina Sanín: despertar(nos).
Hace unos días Catalina Reggiani, amiga, editora, poeta y gestora de varios proyectos vinculados con el libro, me recomendó que leyera Somos luces abismales y me envió un fragmento leído por ella que me arrastró a las puertas digitales de Banana libros para comprarlo.
En Somos luces abismales, igual que en toda su obra, nada se da por sentado, todo lo que se presenta como una verdad, se disuelve o se vuelve pregunta. En El sosiego, el primero de los ocho ensayos breves que reúne este libro editado por Blatt y Rios, la autora narra un juego íntimo que mantiene con Ánima, su perra salchicha.
Cada vez que llega la hora de dormir y no la encuentra, recorre toda su casa, diciendo: «¡Anima! ¿Dónde está Ánima? ¡Se me escapó! ¿Se habrá ido a París? ¡Ay, qué preocupación, Ánima sola en París! ¿Qué habrá ido hacer a París?» en un tono cómico, casi teatral.
A partir de este recorte de su cotidianidad aborda la relación entre el espacio- tiempo y cuestiona cuál es nuestro lugar entre estos dos conceptos de aspecto infinito y abrumador. O en sus palabras:
«(...) Trato de mostrar que el pensamiento es un camino —o abre un camino— y también que puede no tener la forma de un camino, sino por el contrario, la forma de un enredo, de un comulo».
Lejos de querer desenredar este nudo, a Sanín le interesa seguir sumando hilos, explorar su anatomía pero sin ánimos de revelar verdades absolutas, ni desentrañar todas las aristas del verbo verbo «estar», su verdadera ambición pareciera ser contemplar la totalidad del nudo, un nudo que se se ensancha a medida que se toma distancia de él.
En Somos luces abismales, la autora logra conectar un pensamiento con otro, de forma orgánica, entrelazando su vida diaria. A Carolina Sanín le suelen elogiar la forma en la que logra irse por las ramas sin perder un solo lector en el merodeo y eso se debe, en mi opinión, a que la autora recorre la totalidad del árbol, sin salir nunca de él porque como dice ella: toda deriva es un camino, y todo camino es un lugar y conecta lugares.
A quienes quieran seguir un hilo de lectura similar, les recomiendo: Papeles falsos de Valeria Luiselli y Una guía sobre el arte de perderse de Rebecca Solnit.
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