Un retrato personal de la gran autora, por Jorge Torres Zavaleta.
Por Jorge Torres Zavaleta
Ilustra Mirabella Stoor
No se parecía a nadie más que a sí misma; de una manera poética y casi absurda coincidía con su obra. Si tuviera que resumirla en una palabra, en nada más que una, elegiría la palabra libertad. Y este término, aplicándolo a ella es exacto pero también engañoso, ya que siempre fue libre de una manera mucho más honda que sus opiniones. Pronto me di cuenta de que, si bien podía ser arbitraria e injusta, siempre era característica. Como Borges, era coherente de una manera personal y azarosa.
Nos habíamos mudado al primer piso de Posadas y Schiaffino. Yo había dado una mano con la mudanza y estaba agotado de llevar y traer muebles. Esa tarde, del quinto piso, bajó una tarjetita que decía: «Sé que escribís, ¿por qué no subís a verme?», y firmaba Silvina. Subí, por supuesto. Me parece que Silvina tenía cierta curiosidad, creo que quería saber si yo, a mis dieciocho años, era sincero en mi entusiasmo, en mi pasión por la literatura, y que en cuanto vio que, a pesar de mi ignorancia, la literatura era lo que más me importaba en el mundo, apreció mi buena fe y se hizo amiga, me hizo amigo, de una manera afectuosa e impulsiva. Porque Silvina resultó ser afectuosa y sabia y puedo decir que en todo ese tiempo en que la traté casi diariamente nunca me hizo dudar de mí mismo, siempre tuvo la generosidad de estimularme y decirme que yo tenía imaginación y posibilidades. A la vez era exigente y realista. Años después escribiría unas líneas poéticas y profundas, para la contratapa de mi libro de cuentos El Palacio de Verano, ganador del premio Fortabat.
Con ella conocí desde adentro el arduo y emocionante oficio de corregir un texto; uno de sus consejos que siempre me ha sido útil es «mirar el texto, que uno ha escrito como a un objeto». Uno tenía que ser su propio antídoto, escribir contra las fallas del texto. El objeto estaba hecho de palabras, piezas que podían ser intercambiables. Un texto mal escrito adquiría una consistencia de piedra.
Nunca he tenido conversaciones más irresponsables, en donde entraba la felicidad del juego, la magia de las asociaciones, charlas donde uno podía decir y oír cualquier cosa, donde casi todas las frases terminaban con una risa balsámica.
Sus escritos tienen que ver con la magia, con el genio y con la infancia, son una forma sesgada de la iluminación. Es una mezcla de imaginación y realidad, como si ya no hubiera afuera y adentro y todo se fundiera en la historia, las apariencias externas y los fantasmas de la mente, sus hechizos y ocurrencias y, finalmente, como cuando se conversaba con ella, el escritor y el mundo fueran uno.
Me enseñó mucho y en un retrato que me hizo escribió «A Jorge Ramón porque nos extrañamos cuando no nos vemos». Conocí dos genios, ella y Borges. La quise mucho. Siempre le estaré agradecido.
(Ciudad de Buenos Aires - Argentina) Jorge Torres Zavaleta nació el 30 de junio de 1951. En su juventud fue un testigo privilegiado de la literatura argentina de la época. Su amistad con Silvina Ocampo, lectora de sus primeras obras, lo acerca a Adolfo Bioy Casares, con quien también entabla una fructífera relación y, a través de ellos, conoce y frecuenta a Jorge Luis Borges. Sus ficciones, testimonio fiel de nuestra identidad cultural, transitan principalmente por el género fantástico, la novela histórica y la literatura rural. Ha publicado las novelas Dos criadores. Las últimas luces (Ediciones Del Dragón, 2020), El dueño anterior (Indie Libros, 2019), El malón grande (Indie Libros, 2017), La noche que me quieras (Editorial Emecé, 2000), entre otras. Es autor de la obra ensayística Bioy Casares o la isla de la conciencia (Editorial Sur, 2014). Su último libro es Cuentos elegidos (Ediciones del Dragón, 2021) y está próximo a publicarse Samuel Johnson. El hombre y el mito (Ediciones del Dragón, 2022).
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