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Samuel Johnson, una isla con libros

Por Ignacio Oliden


Ilustra Mirabella Stoor


Leyó lo que llegó a sus manos, sin esquema de estudio, a medida que aparecían frente a él como señalados por el hilo de Ariadna, y una inclinación lo dirigía por las páginas. No eran obras de divertimentos «ni viajes ni travesías, sino toda la literatura, señor, todos los escritores antiguos». Y así, los clásicos fueron los pastores de la infancia de Samuel Johnson.

Su padre lo acompañó el primer día en Oxford, y orgulloso les contó que su hijo sabía versear y que el latín y el griego los había absorbido autodidácticamente. Pero a la siguiente semana, Samuel había asistido a solo uno de los cinco días de clase, y a la siguiente igual, y luego otra vez, llegando las multas y las deudas, y el posterior abandono universitario. Cuentan que dijo a su tutor «Señor, usted me ha imputado dos peniques por no asistir a lecciones que no valían un penique». La culpa le llegaría después…

Al volver de Oxford se encontró con la muerte de su padre y una herencia de 20 libras. Ese día escribió en su diario: «Por lo tanto, ahora debo labrar mi fortuna. En tanto, cuidaré que los poderes de mi mente no se debiliten por la pobreza y que la indigencia no me obligue a cometer algún acto criminal». Y ante ese laberinto: «Miserablemente pobre, debería luchar a mi modo con mi literatura y mi ingenio».

Pero la pobreza y las enfermedades lo deprimían, y temía que la locura acabase con su mente, que era lo único con lo que contaba. La escrófula le había cortado la piel en el cuello y las mejillas. Era ciego a un ojo y medio ciego al otro, tanto que, al leer, su peluca se incendiaba con la vela que le alumbraba. Tenía síndrome de Tourette, y sus manos y boca se retorcían constantemente. Era tremendamente alto y fuerte, de cuerpo ancho que se balanceaba a uno y otro lado, ayudado por un bastón que obedecía cansado hasta que Johnson decidiera sentarse.

En su pueblo, enseñó latín y griego, pero ante la falta de estudiantes, fue hasta Londres y se ofreció como traductor en diversos idiomas. Publicó poesías y tragedias, ideó la primera revista literaria, y recogió de su biblioteca personal las palabras para el primer gran diccionario inglés.

Nadie había leído más. Su figura era pivotal en ese gran motor del mundo, y la fama de su conversación le ganó presencia en las tertulias. Allí validaba o invalidaba pensamientos, no a modo de entrevista, sino que conferenciaba de lo que fuera que le diera la gana acerca de infinitos asuntos.

Los ataques a sus ideas se desintegraban al chocar contra su estatua, pero las burlas a su principio de locura y deformidades le hacían un hombre triste. Y como quien está con todos no está con nadie, el Doctor Johnson estuvo así toda su vida, solo en una isla, como Polifemo, que miraba hacía el vacío, y a paso grave se volvía con la cabeza gacha a su bárbara choza.

No fue hasta el postramiento final que recibió innumerables visitas de amigos y amigos literatos, y poco antes de morir, a falta de sepulcro familiar, preguntó a dónde iba a parar. «En la Abadía de Westminster, sin dudas» le respondieron. Se le vio feliz, quizás por primera vez, al sentir en su cabeza el laurel.


 

(Buenos Aires - Argentina) Ignacio Oliden nació en Buenos Aires, 1997. Es editor de la revista literaria La Piccioletta Barca (Cambridge, Reino Unido), donde dirige la columna de traducciones Paraphrasis, y es colaborador en Buenos Aires Poetry. Cursó estudios de cine en el Centro de Investigación Cinematográfica y de letras en la Universidad del Salvador. Sus poemas, ensayos, y traducciones han aparecido en revistas como Firmament (Washington), The Books' Journal (Atenas), y Todo es Historia, (Buenos Aires).


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