Librescas
Por Juan Francisco Baroffio
No hay dos visitas iguales a una librería. Ni siquiera a las que pertenecen a cadenas. A veces visitamos gigantescas sin nada original para descubrir. También, minúsculas... sin nada original para descubrir. No se trata de una reivindicación anticapitalista. No es posible, hoy, combatir al capital. No, por lo menos, sentado frente a una computadora fabricada en diversas partes del globo, comercializada por una empresa privada y que consume megas proporcionados por una empresa de telecomunicaciones y energía de un cuasi monopolio. No. Pero me estoy yendo por las ramas. Lo importante es que, ya sea que se trate de una sucursal de una empresa que comercializa libros o de un pequeño puesto en una plaza administrado con más corazón que bolsillo, la experiencia que tiene el lector es siempre diferente.
Lo primero que uno está tentado a decir es que los libreros son los artífices de la experiencia. Todos tenemos algún librero al que nos unen charlas, recomendaciones y alguna que otra diferencia estética. Libreros generosos, afables y que te reciben hasta con un café (o algo más espirituoso, dependiendo el grado de confianza). También, hay libreros que nos sacan canas verdes. Pedantes y mañososos, uraños, mal llevados. Convengamos en que es un gremio raro. No sé por qué. Pero haga la prueba: converse con algún amigo aficionado a los libros y se van a encontrar discutiendo más de una rareza de libreros.
Ahora, tengo que descartar mi teoría de que los libreros son la esencia de que una visita a la librería sea una experiencia particular. La verdad es que incluso visitando la más anodina librería, atendida por los más indiferentes y desinteresados libreros (que lo mismo podrían estar atendiendo una casa de electrodomésticos), uno puede pasársela de mil maravillas o no.
No me quiero poner esotérico. No vamos a caer en cuestiones de auras, esencias y espíritus. Esto no es la página del horóscopo ni la sección de historias increíbles de algún medio amarillista.
Sinceramente no sé qué es lo que hace que una visita a una librería sea algo tan particular. ¿Será que me encantan los libros? O tal vez sea una persona fácilmente impresionable y cualquier mínima cosa me entretiene (la verdad es que se pueden dar cuenta por el tono de mis líneas que no sería de estas personas que viven entre flores y unicornios).
Los libros. ¡Qué mundo más raro! No se puede hacer otra reflexión. De verdad que le doy vueltas al asunto, pero no hay caso. No encuentro el quid de la cuestión. Tal vez sea de esas cuestiones que no tienen respuesta, o cada respuesta es tan válida o insuficiente como las demás.
Supongo que igual podemos deshacernos momentáneamente de la razón y las razones (no es aconsejable hacerlo por períodos largos de tiempo, porque sino uno termina trepado a un semáforo). A veces podemos entregarnos sin más a las librerías. Caminarlas, revolverlas, mirar un libro u otro. Comprar o no. Buscar una rareza o la novedad que ya está en boca de todos. No importa. Después de todo, va a ser una experiencia diferente.
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