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¿Quién no le debe a Virginia Woolf?

Actualizado: 28 dic 2021

Por María José Eyras


Gratitudes de una lectora en el 80° aniversario de la muerte de la genial autora británica.





¿Se han preguntado en alguna ocasión cuántas veces

en la vida han dado realmente las gracias?

Unas gracias sinceras. La expresión de su gratitud,

de su agradecimiento, de su deuda.

¿A quién?

Gratitudes (2021) Delphine de Vigan


Se va el 2021 y deja atrás su ondulante cinta de novedades, publicaciones y efemérides; entre ellas, ochenta años sin la presencia de Virginia Woolf. Entonces, además de los oportunos balances y las necesarias reflexiones –más aún bajo el claroscuro de una pandemia que insiste–, es tiempo de gratitudes.

De los agradecimientos personales, cercanos.

De los colectivos.

De agradecer, como lectores y lectoras, que a propósito del aniversario de la muerte de la autora inglesa, se lanzaron nuevas ediciones del vasto universo de sus obras. Ediciones Godot reeditó el ensayo Tres Guineas y sus Cuentos Completos, con traducciones a cargo de Laura García y Carolina Orloff respectivamente. La editorial Barba de Abejas publicó Leer y reseñar en una tirada artesanal y FERA editó una nueva traducción de Un cuarto propioa cargo de Cecilia Pavón y con comentarios de Agustina de Diego. Conocimos el intercambio epistolar que la autora inglesa mantuvo con Victoria Ocampo, gracias al libro Victoria Ocampo-Virginia Woolf, Correspondencia compilado y prologado por Manuela Barral, en coedición de Rara Avis y Fundación Sur.

Felizmente, en 2022, Virginia seguirá siendo noticia: esta vez se cumplirán 140 años de su nacimiento, ocurrido el 25 de enero de 1882, en Londres. Celebrar este nuevo aniversario será también una manera de agradecerle.

¿Pero, por qué a Virginia?

En primer lugar, por haber escrito como lo hizo, por darnos la posibilidad de leerla. No somos la misma persona antes y después de incursionar en su poética.

Virginia es un cosmos. Historias, imágenes, pensamientos.

Rodeada del célebre círculo de Bloomsbury, casada con Leonard Woolf, al innegable talento de Virginia se sumó la suerte de contar con una editorial propia. En efecto, con la intención de proporcionarle una actividad manual y concreta a su esposa, Leonard compra una máquina de imprenta, la instala en el living de su casa y confía en que el trabajo podrá paliar los problemas nerviosos que la afectaban. Virginia misma, además de sus lecturas como editora, se ocupa de la encuadernación y de repartir los libros por las librerías de la ciudad. Así nace la Hogarth Press, un emprendimiento que ocupará un lugar de privilegio en la difusión cultural de su época: hará conocer las obras de Sigmund Freud, traducidas al inglés por primera vez en 1924, los cuentos de Katherine Mansfield, la poesía de T.S. Elliot y, por supuesto, los textos de la propia Virginia, desde la aparición de sus primeros cuentos.

Virginia es versatilidad.

No hay género literario que no haya visitado con espíritu innovador, en sintonía con las búsquedas vanguardistas del siglo XX. Exploró el cuento a lo largo de toda su vida, abordó el relato infantil, escribió novelas extraordinarias como Al faro y Las Olas, biografías entre las que incluyó Orlando, Flush y Roger Fry, incursionó en la crítica literaria, las obras de teatro y, como si esto fuera poco, intercambió miles y miles de cartas, llevó un diario que ocupó una treintena de cuadernos y dejó los manuscritos de un exquisito libro de memorias, publicado luego bajo el título de Momentos de vida. Descubrirla es encontrarse con que no hay una escritura de Virginia Woolf, hay «las escrituras».

Un párrafo aparte merecen sus dos ensayos, Un cuarto propio y Tres guineas. Es tiempo de agradecer el impacto creciente y sostenido que producen estos textos. Volver sobre ellos ha permitido ampliar la perspectiva en torno a la problemática patriarcal a lectores y lectoras de todo el mundo y hasta el día de hoy. Sin ir más lejos, la propia Victoria Ocampo se vio reflejada en sus páginas y, llevada por el entusiasmo, se convirtió en la editora pionera que encargó su traducción al castellano.

Es que leer Un cuarto propio, aún hoy, casi un siglo después de su publicación en 1929, no deja de asombrarnos. Además de conservar el atractivo de una prosa elegante, irónica y fresca, es justo situarlo en la época y el contexto en que fue escrito. Hay que tomar en cuenta la educación victoriana que recibió Virginia, entrenada por sus padres para servir el té en las tertulias familiares, y el salto que le permite su capacidad de pensamiento. Así como Tres Guineas presenta un alegato pacifista, en línea con los ideales del grupo Bloomsbury y denuncia, entre otros temas, las groseras diferencias de la educación de hombres y mujeres, Un cuarto propio adelanta y esboza, una a una, todas las cuestiones que ocuparán la agenda de los movimientos feministas hasta la actualidad.

No solo alienta a las mujeres a escribir toda clase de libros, a escribir acerca de la propia vida; en este ensayo, la autora se adelanta a las corrientes del revisionismo histórico feminista. Su personaje, una tal Mary, indaga en la biblioteca del British Museum y comprueba cómo las mujeres han sido descriptas sólo desde el punto de vista de los hombres. Como Joanna Russ, muchos años antes, se pregunta: ¿dónde están las mujeres? Y no deja de invitar a sus contemporáneas a encarar la tarea de sumar un punto de vista diferente. Urge, propone, llenar los extraordinarios baches acerca del lugar de la mujer en el relato de la historia oficial.

Nos trae, además, la observación acerca de la importancia de atender las genealogías, de una tradición de escritura detrás de cada libro. Un cuarto propio incluye el relevamiento de sus antecesoras, desde las primeras poetas aristócratas, tildadas de locas por pretender escribir poesía, hasta la aparición de novelistas a sueldo. De su mano recorremos la historia de la literatura inglesa. A Mary se le hace evidente la escasez de antecedentes en materia de obras escritas por mujeres en comparación a las escritas por hombres. No, estamos en los albores del siglo XX y todavía no ha nacido la hermana de Shakespeare. Pero si insistimos, confía, sucederá.

No será sencillo, dice. Nadie esperaba de las mujeres que escribieran o compusieran música. Atenta al peso de las críticas sobre un autor, que conocía en carne propia, y a la hostilidad que imperaba todavía en su época cuando se trataba de la recepción de obras de mujeres, las insta con energía a no sacrificar «un solo pelo de la cabeza de su visión, un solo matiz de su color en deferencia a un director de escuela con una copa de plata en la mano o algún profesor que esconde en la manga una cinta de medir». Como en Tres Guineas, discute el imperio de las jerarquías, las listas por orden de mérito y propone la necesidad de una búsqueda por parte de su género de otra manera de hacer las cosas, de otros lugares desde los que plantear la convivencia humana.

Capaz ella misma de amar a hombres y mujeres, se adelanta al espíritu de revoluciones venideras y escribe Orlando. En Un cuarto propio, retoma algo del tema y se plantea la necesidad de una diversidad sexual:

«Sería una lástima terrible que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran como los hombres, o se parecieran físicamente a los hombres, porque dos sexos son ya pocos, dada la vastedad y variedad del mundo; ¿cómo nos las arreglaríamos, pues, con uno solo? ¿No debería la educación buscar y fortalecer más bien las diferencias que no los puntos de semejanza? Porque ya nos parecemos demasiado, y si un explorador volviera con la noticia de otros sexos atisbando por entre las ramas de otros árboles bajo otros cielos, nada podría ser más útil a la Humanidad; y tendríamos además el inmenso placer de ver al profesor X ir corriendo a buscar sus cintas de medir para probar su “superioridad”».

¿Y cómo no agradecerle el haber recuperado ­–para quienes aspiran o han aspirado a formar una familia–la figura del «ángel del hogar»? Esta expresión, tomada del título de un poema del siglo XVIII, terminó asociada al ideal de la mujer victoriana –esposa, madre dedicada, ama de casa, sumisa, sentimental, devota, pura– ideal que se expandió hacia otros países, en particular España. Nos habla de este «ángel» en su ensayo breve, Oficios para mujeres. En el contexto de una charla a propósito de la inserción de su género en el ámbito del trabajo, cita ante el auditorio sus propias dificultades como novelista. El ángel, cuenta, es el fantasma que se le aparece, por ejemplo, a la hora de escribir la crítica de la novela de un caballero famoso. Escucha el susurro de sus faldas que la rondan, el fantasma del ángel le habla al oído y le aconseja tener cuidado con lo que escriba, ser condescendiente con un autor varón y usar las herramientas –amables, discretas– propias de su sexo. ¿Qué hace entonces? Le tira un tintero por la cabeza para librarse de él.

A partir de Orlando y Un cuarto propio, Virginia Woolf se convirtió en una autora de moda y conoció el éxito de ventas. Pero, paradójicamente, fue en 1962 que recuperó popularidad gracias a la obra de teatro ¿Quién le teme a Virginia Woolf? de Edward Albee. Como bien señala la escritora española Laura Freixas, más allá del significado de su apellido –woolf-lobo–, la asociación se inscribe en una larga y desdichada tradición, en línea con la quema de brujas, por la que la ideología patriarcal atribuye poderes dañinos a mujeres destacadas, intelectuales, artistas, científicas, políticas, cuando la realidad, incluida en el clímax de la propia obra teatral, demuestra que la violencia y el daño, en la mayoría de los casos, no suelen venir de ellas. Al contrario.

Lo cierto es que a partir de las representaciones teatrales y la proyección de la película homónima, la frase «quién le teme a Virginia Woolf» adquirió casi el tinte de un slogan. Hasta el día de hoy se la escucha y sigue llevando su nombre a los escenarios más insólitos. Pero el temor puede mutar en agradecimiento. Los motivos de gratitud a esta escritora, por su obra literaria, la honestidad de sus pensamientos y sus aportes a la causa feminista –contradicciones y objeciones incluidas– podrían continuar largas páginas. Podríamos agradecerle, por ejemplo, la descripción de sus procesos creativos en el diario que llevaba o las valientes menciones, en el aniversario de la muerte de su padre, a la opresión que hubiera significado su presencia. «No habría escrito», confiesa, si él hubiera vivido más tiempo.

Quizá una manera de dar un cierre a este collar de gratitudes, sea recordar que hizo suya la

bella idea de que los libros descienden de los libros, propiciando su escritura. Y al mismo tiempo, reivindicó la importancia del lector común, no especializado ni académico, y defendió la lectura por placer. La opinión de quienes leen por amor a la lectura, lenta y no profesionalmente, sostuvo, tiene el poder de llegar a los autores y sostenerlos en la tarea al punto de ser capaz de mejorar la calidad de una obra.

Cómo debería leerse un libro, escrito en 1926, termina con estas palabras:

«Algunas veces he soñado, al menos, que cuando llegue el día del Juicio Final y los grandes conquistadores y juristas y hombres de Estado vayan a recibir su recompensa –sus coronas, sus laureles, sus nombres esculpidos indeleblemente en mármol imperecedero–, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: “Mira, estos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Han amado la lectura”».

Gracias, Virginia.


 

(Buenos Aires - Argentina). María José Eyras es escritora y arquitecta. Durante siete años se dedicó a leer la obra de Virginia Woolf en los talleres Una escritura propia. Fue colaboradora de la revista Ñ y colabora en el suplemento de Cultura de Perfil. Coordina el ciclo de talleres Leer para pensar(nos) donde cruza ensayos y ficciones con perspectiva de género en forma privada y en diversas instituciones. Presentó el módulo Desenmascarando al Ángel del hogar en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Publicó La maternidad sin máscaras (Planeta, Temas de hoy, 2008) y el libro de cuentos Un detalle trivial (Alción, 2013). En marzo de 2022 coordinará la segunda edición del taller de lectura Pioneras, sobre el libro Victoria Ocampo-Virginia Woolf, Correspondencias, en colaboración con su compiladora y prologuista, Manuela Barral.


La ilustración de portada de este artículo es una obra de la ilustradora, renderista y arquitecta Camila Candelaria Juan.

Podés ver más de su obra en @pinina_dibujando

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