Por Gisela Paggi
En mi casa los libros escaseaban un tanto. Recuerdo muebles abarrotados de enciclopedias y colecciones de kiosco. Pero la literatura no me resultó tan accesible. Y digo «tan accesible» porque nací y me crié en un pueblo del sur de la provincia de Santa Fe donde una biblioteca popular me facilitó todo aquello que añoraba alcanzar pero que resultaba una utopía en una familia de clase media en los años 90. En ese camino recorrido en bicicleta durante años, encontré mi vocación y mi pasión. Pero ese clásico del que hablaré hoy no lo encontré allí, sino en mi casa, como un tesoro escondido que había pertenecido a mi hermano y luego a mi hermana para caer finalmente en mí. En su tapa brillaba la ilustración de un pequeño burro plateado y en su hoja de cortesía estaban estampados los nombres de mis hermanos. Yo estampé mi nombre también.
A menudo se nos olvida la grandiosidad de Juan Ramón Jiménez. Su nombre tan atado a un clásico infantil que bien podría ser etiquetado de demodé, quizás demasiado pomposo como para atrapar la atención de un niño (¿o será que no es una obra infantil sino una obra para sí mismo?), no deja ver el horizonte del total de su obra poética. Pobre, depresivo pero profundamente enamorado, Juan Ramón Jiménez vivirá la poesía con la misma pasión que los demás poetas de su generación y el mismo sino trágico cuando pese sobre él también la espada de Damocles del terror de la Guerra Civil Española y el Franquismo.
Jiménez es aquel poeta que cabalgó uniendo dos partes casi irreconciliables: de cuna más modernista pese a su edad, fue fuente de inspiración para sus jóvenes compañeros de la Generación del 27 y para las vanguardias poéticas que ya se encontraban consolidadas en España y en América. Buscó la perfección de las palabras para encontrar la verdad de las cosas a lo largo de toda su carrera que contó con diferentes matices a medida que avanzaba hacia la experimentación y la exploración de las posibilidades infinitas de la lírica (a modo de graficar la importancia de su rol en las letras hispánicas bastaría con mencionar que su libro Diario de un poeta recién casado (1917), es el primer libro en lengua hispana escrito enteramente en verso libre.
Platero y yo, es una obra cuya iconografía lo vuelve reconocible aún para aquellos que no lo han leído. Una especie de Principito hispánico, que sobrevoló de generación en generación y cuya magia radica en una historia fácilmente reconocible para todos: la del amor entre un niño y la mascota con la que se crió. Dudo que la mayoría de nosotros, lectores, hayamos vivenciado la maravilla que sería tener un pequeño burro de mascota, pero esa amistad que establece cualquier persona en su infancia con un animal, trasciende las especies y, al leer esta obra, la reconocemos como propia. Platero y yo, cuenta con un as bajo la manga que es la lírica que el autor le impone a una obra narrativa que se construye de pequeños fragmentos como retazos de recuerdos en donde ese niño le habla a Platero y rememora tiempos en su pueblo donde la felicidad eran los juegos a la hora de la siesta, la exploración de la naturaleza, la observación de los colores de la vida y los largos paseos donde diversos personajes aparecen y desaparecen como viejas estampas. En ese devenir que construye Jiménez entre lo lírico y lo narrativo, se establece una frontera borrosa, hermosamente ilusoria, donde el lector bien puede entender que la nostalgia es siempre poética en nuestra memoria, que los pequeños dolores de la infancia se bañan de una luz diferente, casi irrisoria, pero nos queda siempre esa presencia perenne de aquel animal que acompañó nuestros juegos.
No es en vano, entonces, que esta obra joven de Juan Ramón Jiménez haya eclipsado a una prolífera producción literaria que le valiera el Nobel en 1956. Porque Platero simboliza mucho más de lo que pudo simbolizar para su autor. Este libro, que se construye con el albor de una nostalgia feliz, habrá dado claridad a la propia vida de Jiménez y le dará frutos en su larga vida de escritor, ya luego en el exilio. Bien puede Platero venir a dar luz sobre el lector con esa misma tierna felicidad que se refleja en el pelaje plata de un simple burrito en la tapa de un libro.
Obra lírica publicada por primera vez en España en 1914 por Ediciones de la lectura (una versión abreviada). En 1917 la casa madrileña Editorial Calleja publicó la versión completa.
Juan Ramón Jiménez unos de mis autores preferidos su poesía tiene aromas sonidos colores y muchísimo sentimiento.....