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Mary Shelley, instigadora de sueños agitados

Vida y obra de la escritora británica.


Por Jesica D. Lenga


Ilustra Mirabella Stoor

En el año 2018, con motivo de la celebración del 200 aniversario de la publicación de la célebre novela, Frankenstein (1818), la Biblioteca Nacional Argentina realizó una muestra celebrando a Mary Shelley y su mítica criatura. Asistí al evento con una amiga y lo que más recuerdo, entre las múltiples salas que el recorrido proponía, es un sector en el que se abordaban las diversas adaptaciones, reinterpretaciones y posvidas del monstruo más famoso de la literatura inglesa: allí se exhibían desde caricaturas con el humor tan británico de la revista Punch, afiches de producciones hollywoodenses y remakes Gore o anuncios de representaciones en Broadway hasta libros de comics, versiones infantiles de la obra de Mary e, incluso, aquel libro tan querido por los lectores argentinos, Socorro diez de Elsa Bornermann. En ese entonces, todo ese pastiche de materiales culturales me retrotrajo a mi imagen infantil de la criatura de Frankenstein: un monstruo verde y torpe con clavos a los costados de la cabeza que hacía su aparición en series infantiles ochentosas como Garfield, Scooby Doo o Alf, generalmente causando más gracia que miedo.

Frankenstein podría ser un claro ejemplo de la obra de arte que se autonomiza de su autor, de las intenciones con las que fue creada, para pasar a ser un símbolo cultural de otra cosa distinta; solamente buscando en Wikipedia uno se encuentra con más de dos centenares de adaptaciones fílmicas, series, versiones paródicas, comics, canciones y videojuegos que recrean el universo frankensteiniano. El problema es que esta proliferación implica también una banalización: el Frankenstein de la cultura popular es un disparate camp.

Ahora bien, si la novela que había sido concebida como una indagación existencial sobre la responsabilidad de los hombres sobre sus actos, o la pregunta de una mujer sobre sus posibilidades de creación y procreación es transformada por la cultura de masas en una historia tan absurda e hiperbólica que hasta hace reír a los niños, idéntico proceso le sucede a la autora: Mary Shelley, escritora profesional de una vasta trayectoria, con un linaje filosófico que portaba como un orgullo… y una obligación, se convierte en la espontánea y casual creadora de una única obra. Esta tergiversación histórica surge a partir de un mito de creación: la archirepetida escena de Villa Diodati. Es una noche de verano, pero fría, una nube de cenizas volcánicas cubre la mansión en las montañas suizas en las que se reúne la creme de la creme de la segunda generación del Romanticismo inglés: allí están el polémico, titánico, Lord Byron, su amigo y también poeta, Percy Shelley y el médico personal de Byron, luego devenido en escritor de novelas góticas, John Polidori. A ellos se les unen la joven aspirante a escritora, Mary Godwin – que ya se hacía llamar Mary Shelley- que había huido con el joven Percy en una suerte de desafortunado Ménage à trois completado con su hermanastra, Claire Clairmont, amante también de Byron. El mito cuenta que para paliar el mal clima los integrantes de este variopinto grupo se proponen contarse historias de terror. Los escritores más prestigiosos pronto abandonan el proyecto para consagrarse a sus más serias obras, pero Mary se llevaría de allí la idea de la novela que le conquistaría un lugar en la historia de la literatura.

Por supuesto, la repentina inspiración para escribir su obra surge, en esta versión mítica, de una conversación entre los varones del grupo sobre física y galvanismo de la que ella habría sido testigo silenciosa.

La crítica del momento tampoco es mucho más generosa con Mary Shelley que las historias literarias del siglo XX: las reseñas se dividen entre considerar a su Frankenstein una novela genial y reflexiva… pero que no es suya, sino fruto de la pluma y las correcciones de su amante/marido Percy o directamente tildarla de ser una obra burda, que expresa lo peor de la desbordada imaginación romántica. Son muy significativas las observaciones que aparecen en la prestigiosa revista, The British Critic:


No estamos seguros de en qué categoría deberíamos encuadrar textos de esta extravagante naturaleza; que dan muestra de una habilidad considerable es imposible negarlo; pero esta habilidad es abusada y pervertida hasta tal punto que casi nos es preferible la imbecilidad; por mucho que en los últimos años nos hayan cansado y hastiado los lánguidos susurros de delicada sentimentalidad, estos al menos tenían la agradable cualidad de no provocar un sueño agitado.


Por mucho que este pasaje pueda incomodarnos hoy- lo que le molesta al comentador es que Frankenstein sea obra de una mujer, que no es una imbécil- hay algo de cierto en su comentario: sus dos últimas palabras son muy atinadas. La literatura de Mary Shelley es onírica y busca deliberadamente perturbar al lector, sacudir sus convicciones y su percepción habitual del mundo. Pensar su literatura por fuera del Romanticismo británico sería un error; es más, Frankenstein es probablemente el único contacto con este movimiento que tengan gran parte de los lectores actuales, ajenos a las Baladas líricas de Wordsworth y Coleridge, Las peregrinaciones de Childe Harold de Byron o el Endimión de Keats.

La fascinación romántica por los paisajes sublimes, grandilocuentes, que conmueven al sujeto pero que también son construidos por ese mismo individuo que observa y se conmociona, como una proyección de su imaginación y sus sentimientos, está en Frankenstein, pero ya estaba presente en el primer libro de Mary, Historia de un viaje de seis semanas, que registra su fuga en 1814 con Percy a través de Francia, Suiza y Holanda, espacios luego recorridos por su monstruo. Paradójicamente, Mary huye del hogar paterno para llevar a cabo el ideal de sus padres, el filósofo radical William Godwing y la pensadora feminista Mary Wollstonecraft (que muere tras dar a luz a Mary en 1797), ambos defensores del amor libre. La historia de amor de Mary y Percy es parte del mito romántico: un furor apasionado y arrebatado que no entiende de barreras sociales y se alimenta de poesía y muy góticos encuentros amorosos a la vera de la tumba materna. La realidad fue harina de otro costal, porque el ideal de amor libre que Percy Shelley defendía de un modo mucho más empírico que el padre de Mary le costó a esta no solo su imagen social y su posibilidad de moverse en el círculo familiar/intelectual que frecuentaba, sino su estabilidad emocional y probablemente, le quitó el tiempo y la energía necesaria para su literatura. Porque la unión de Mary y Percy no fue la unión libre de iguales que imaginaron. Por lo general, Mary se desplazaba por Europa siguiendo las voluntades de su pareja y enfrentó sola desde mudanzas y apremios económicos hasta la muerte de tres de sus cuatro hijos. Más allá de Frankenstein, gran parte de la obra que nos queda de Mary, fue escrita tras la trágica muerte de su marido en 1822, provocada por un naufragio en los mares italianos.

Y, frente a las versiones de que su novela más conocida debe su genialidad al esposo, lo cierto es que Frankenstein es un texto que solo podría haber sido escrito por la digna hija de Mary Wollstonecraft y William Goldwing, hay en ella una clara apropiación de un legado intelectual y filosófico. Tanto en Frankenstein como en El último hombre (1826), su novela distópica, Mary cuestiona el ideal educativo roussoniano de su padre. Su criatura es el «buen salvaje» de Rousseau, nace naturalmente bueno, pero una sociedad cruel que lo rechaza y lo deja desamparado, lo pervierte. También ambas novelas nos muestran esas comunidades intelectuales roussonianas que el propio Godwin había tratado de llevar a cabo en su casa en Londres, junto a amigos como Paine, Blake,Wordsworth y Coleridge, solo que en la literatura de la hija los proyectos utópicos fracasan.

Por otra parte, la crítica literaria feminista nos ha demostrado que Frankenstein, la historia de una criatura abandonada durante su nacimiento, que a la vez pretende ser asesina del sujeto que la dio a luz, es una exploración personal de los demonios de Mary: la culpa por haber provocado –indirectamente, por supuesto- la muerte de la madre, la sensación de abandono y desamparo. Es imposible no asociar esta indagación en torno a la imposibilidad de hacerse cargo y proteger las criaturas que uno engendra con la condición de la mujer / madre y con las frustraciones de la propia autora que vio morir a tres hijos pequeños, además de sufrir abortos espontáneos. La cuestión feminista aparecería luego en varios relatos de Mary Shelley, entre ellos Mathilda (escrita en 1820, aunque publicada recién en 1959) una novella con tintes góticos, que refleja la sujeción de las mujeres a vínculos patriarcales a partir de una historia incestuosa y Lodore (1835) historia en la que aborda las duras pruebas que debían sufrir las mujeres a causa de la desigualdad de género en lo económico, que las dejaba desprotegidas y despojadas de todo al perder a sus padres y esposos- asunto que ocuparía un lugar central en la literatura de su contemporánea, Jane Austen.

Podemos ya desmentir también el mito romántico de la escritora ingenua y espontánea: para perfeccionar su Frankenstein, Mary toma cursos de ciencia en la Real Institución literaria y científica de Bath y lee concienzudamente Elementos de la filosofía química escrito por el viejo amigo de William Godwin, Sir Humphry Davy.

Este compromiso con la investigación, motivo de orgullo de su severo padre, cuando Mary era todavía una adolescente, es lo que le permitió poner su pluma al servicio del enciclopedista Dionysius Lardner, luego de la muerte Percy Shelley. Al enviudar, Mary queda como la responsable exclusiva de la manutención de su único hijo superviviente, Percy Florence (1819-1889), dado que la familia de su marido, aunque de origen aristocrático, se niega a contribuir con la educación del niño, mientras permaneciera con la madre, a la que nunca habían aceptado. Mary no acepta abandonar a «su criatura» y, en cambio, escribe artículos en diferentes periódicos que la contrataban, ficciones para cualquier revista que las aceptara o realiza trabajos de corrección para sostener su economía. Sin embargo, el hecho de que un enciclopedista como Lardner la escogiera para escribir una amplia series de biografías para la colección Vidas de los más eminentes hombres de ciencia y letras de Italia, España y Portugal (1835-1837) nos habla de la talla de Mary como escritora profesional. Una «dama novelista» era algo relativamente aceptable en tiempos que se aproximaban al victorianismo, pero convertirse en la palabra autorizada tras un texto enciclopédico, siendo mujer, era sumamente inusual. Ese recorrido desde la joven que promete en sus cartas al amado ser una «niña buena» y estudiar griego para complacerlo hasta convertirse en la autoridad de sus textos es una trayectoria vital marcada por la sinuosidad, el duelo y el compromiso con las convicciones propias.

La última novela de Mary, Falkner (1837) es un Bildungsroman (novela de formación) invertido: la protagonista es una joven que en lugar de limitarse a «procurarse un candidato» como las novelas de cortejo de aquel tiempo, pretende formar ella a los hombres que la rodean valiéndose de sus amplios conocimientos, tal vez por esta radicalidad Falkner es una obra olvidada por el canon.

Los años finales de la autora de Frankenstein transcurren en una quietud que contrasta con su tempestuosa juventud: Mary deja de escribir y se dedica a colaborar con su hijo Percy en la administración de las propiedades legadas – involuntariamente- por su abuelo, Sir Timothy Shelley. Después de su muerte en 1851 es enterrada en la iglesia parroquial de St. Peter, Bournemouth, en un panteón que reúne a cuatro de los nombres más relevantes de la Ilustración y el Romanticismo británico: William Godwin, Mary Wollstonecraft, Percy y Mary Shelley. A partir de entonces, ella y su criatura se tornan en el mito de la autora triste de negro y el monstruo verde y tosco que intentamos desandar.



 

(Buenos Aires - Argentina) Licenciada en Letras por la UBA y maestranda en la misma institución. Fue adscripta a las cátedras de Literatura alemana y Literatura inglesa de la Facultad de Filosofía y Letras y desarrolló investigaciones sobre la novela del siglo XVIII y temáticas de literatura y género. Dictó seminarios y cursos sobre el Bildungsroman alemán, la novela de formación femenina y la novela de artista en el Romanticismo alemán. Es miembro del comité editorial de la revista Inter Litteras. Actualmente, se desempeña como profesora en la Universidad Nacional Arturo Jauretche y dirige la editorial independiente y feminista Blaue Blume Ediciones.

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