Por Juan Francisco Baroffio
Raphael Holinshed (c. 1529 – c. 1580) trata de rescatar para la posteridad la memoria de Macbethand mac Findláech, rey de Escocia entre 1040 y 1057, en sus ya famosas Chronicles of England, Scotland and Ireland (1577). En ellas se basará, sin demasiado interés por el apego a la exactitud histórica, William Shakespeare (c.1565 - 1616) para componer a Macbeth el personaje principal de The Tragedy of Macbeth estrenada en 1606. Macbethand tal vez no haya sido un tirano y tenía cierto derecho al trono. Pero esas cenizas de la historia real poco importan en la realidad de Macbeth. Porque, como nos recuerda Borges, ahora es «un sueño del arte».
Esta tragedia, una de las más famosas del dramaturgo británico, nos presenta una historia de codicia y poder. Sus protagonistas, el rey que da título a la obra y su esposa, Lady Macbeth, forman una simbiosis perfecta capaz de cualquier cosa con tal de ver cumplidas sus ambiciones. Él es la mano que sostiene el puñal y ella es la fuerza de voluntad que lo entierra en el corazón. Macbeth se nos presenta, al principio, temeroso de mancharse con el pecado indecible de asesinar a su benefactor, el rey Duncan. Pero la corona ejerce su influjo poderoso y nos revela su verdadero ser. El antes culposo Macbeth se vuelve un despiadado tirano para el que la vida y la muerte ya no son dos misterios insondables sino, apenas, una moneda de cambio para cimentar su poder.
Lady Macbeth, por su parte, encuentra al final el tormento de su propia conciencia. Su corazón de hiel y su lengua viperina no pueden nada y se vuelven artefactos inútiles contra los fantasmas que la llevan, en medio del delirio, a recrear en terrores nocturnos, una y otra vez, los crueles sucesos que la convirtieron en reina.
Y hablar de terrores no es exagerado. Hay algo monstruoso que recorre la obra. Brujas, fantasmas, hechizos, la noche, infanticidios y otros elementos tales que, como argumenta Carlos Gamerro en el estudio introductorio a su traducción de la obra (Interzona, 2023), dan nacimiento al género del terror tal cual lo conocemos hoy en día. Este elemento, que prefigura al gótico y al romanticismo (pensemos en Mary Shelley, en Polidori, en Le Fanu), le dará un brillo propio a la obra. Porque existen otros grandes villanos en Shakespeare. Ricardo III también es un espejo para tiranos y aquellos que ambicionan el poder. Y aunque al rey deforme se le aparezcan los fantasmas de sus víctimas, el ambiente de la obra es enteramente distinto.
En Macbeth, lo sombrío de los paisajes y de los espectros y brujas, generan el ambiente propicio para la culpa y la locura. Lo que acecha en las sombras de la noche es una metáfora perfecta para los recovecos más oscuros del alma humana. Y las brujas, esas tres hermanas esperpénticas, esas weird sisters, que tanta huella han dejado en el imaginario popular y que tanta pasión creadora despertaran en la adaptación de Orson Welles, son las que en realidad regirán la acción de la obra. Ellas, con sus vaticinios funestos, les darán al matrimonio la excusa perfecta para descorrer el velo de lo que se oculta en el fondo de sus conciencias: la ambición por la corona en él y la pasión asesina en ella.
Estas weird sisters, acaso, como sostiene Borges, referencia a la divinidad Wyrd de la mitología sajona que preside la muerte de dioses y hombres, le revelan un futuro posible al protagonista. Pero no es descabellado suponer que él guarda en sí la llave que, en definitiva, puede liberar o dejar encerradas a todas las furias.
Aunque, en apariencia, un destino pareciera escrito para Macbeth, no podemos dejar de pensar que no existe tal cosa. Que un futuro posible no es, necesariamente, una cadena que nos esclaviza. Hay algo inevitable, también, en la existencia del libre albedrio. Ya el doctor Johnson nos dice que los personajes de Shakespeare son hijos legítimos de la humanidad:
«hablan y actúan movidos por esas pasiones y principios universales que inquietan a todos los espíritus y que mantienen en movimiento el sistema de la vida».
Es probable que en cada uno de nosotros resida un Macbeth o una Lady Macbeth. Y que estos sueños de Shakespeare, que no ignoraba que todo arte es una ficción, sean más reales que la realidad misma.
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