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Lunes el desmemoriado, un cuento de José Salem

Por José Salem


Ilustra María de los Ángeles Montero

El timbre del teléfono sonó unas cuantas veces. Lunes no reaccionó; como si no lo hubiera oído o hubiese preferido ignorarlo. El sonido cesó aunque, insistente, reapareció a los pocos segundos. Lunes descolgó el auricular; era la secretaria del dentista que le preguntaba por qué había faltado a la cita. A qué cita, replicó. A la de hoy a las catorce; usted mismo llamó ayer para pedírmela por un fuerte dolor de muelas y le di un sobreturno para hoy con el doctor Marfil. ¿Está segura de lo que dice? Por supuesto señor, discúlpeme, ¿acaso no se acuerda de su llamada de ayer y de la cita de hoy? No señorita, en absoluto; claro, usted no me conoce, creo que nunca fui todavía al consultorio del doctor Marfil, me lo recomendó un vecino; le digo esto porque suelo olvidar las cosas, creo que a menudo me lo señalan y me parece, no estoy seguro, que no es la primera vez que pasa algo por el estilo. Discúlpeme que me entrometa: si tiene dificultades de memoria, si la está perdiendo, le sugiero que consulte con un médico, con un neurólogo. Sí, ahora que me lo dice, no es mala idea aunque, en verdad, no la estoy perdiendo, creo que nunca la tuve, que nací así, sin memoria. Bueno señor, tengo que seguir atendiendo el consultorio, le doy otro turno solo si lo agenda como corresponde y se compromete a venir. No, no es necesario, le agradezco la amabilidad. Como usted diga; supongo, entonces, que se le habrá pasado el dolor. No estoy seguro de eso; tal vez sea como usted dice o, quizá, el dolor persista pero ya lo he olvidado; y un dolor olvidado no merece una consulta, es un exdolor o un no dolor, como se quiera llamar.

Lunes no mentía. Había nacido casi sin memoria o con apenas una pizca de ella. De ahí que, más que el olvido, a Lunes lo aquejaba el no poder memorizar y, desde cierto punto de vista, podría decirse que tampoco podía olvidar dado que solo se olvida lo que se supo y almacenó, y su capacidad de almacenamiento era escasa, tacaña como tierra estéril, casi no era.

Lunes era soltero y no por falta de candidata; no se había casado porque no se acordó de ir al Registro Civil el día fijado para su boda y su novia no se lo perdonó. Nunca pudo haber sido padre ya que cuando se acostaba con una mujer se olvidaba de eyacular; era fogoso, apasionado, hasta buen amante, decían, pero antes del orgasmo su mente se disparaba hacia otros horizontes, desatendía lo que estaba haciendo y, si bien su erección continuaba, sus espermatozoides no tomaban la ruta; tal vez, eran tan desmemoriados como él.

Lunes había estudiado derecho. Curiosamente, lograba retener lo que estudiaba, como si para eso la memoria le funcionara; no obstante ello, no se recibió de abogado porque, después de quince años de carrera, olvidó presentarse al examen final y, luego, tampoco recordó que le quedaba rendir una sola materia, aprobar un último examen para obtener el título y se dijo que no podía pasarse la vida yendo a la facultad, además de que muchas veces le había sucedido que en lugar de ir a la facultad de derecho, iba a la de medicina donde, tras buscar su clase sin éxito, pegaba la vuelta. Eso, sin contar las ocasiones en las que, habiendo salido de su casa con el firme propósito de dirigirse a la facultad, terminaba sentado en la butaca de algún cine o aparecía en lo del pedicuro sin cita previa.

Cabe señalar, también, que en su lejano período de lactancia—para desesperación de su madre e intríngulis de los médicos consultados—, con frecuencia se olvidaba hasta de mamar, con los inconvenientes y desarreglos alimentarios que eso le acarreó.

La desmemoria de Lunes era, sin duda alguna, selectiva, aunque sin parámetros ni criterios determinados: de manera arbitraria, retenía ciertas cosas y no otras.

La gente se le alejaba, lo dejaba de lado, no contaba con él, lo cual le debía generar muchos problemas; o quizá no, pues los problemas lo son en tanto uno le atribuya ese carácter a los hechos. Vista desde afuera, su vida debía ser muy difícil, casi un martirio; pero así como no recordaba sus citas—desde las más banales a las más decisivas—, tampoco recordaba los contratiempos y las disputas que sus olvidos le generaban.

A esta altura, uno podría preguntarse por qué «Lunes», nombre extraño, si los hay. En verdad, Lunes había olvidado cómo se llamaba. Así fue que una mañana recibió un llamado telefónico de su obra social para confirmar ciertos datos personales. Lo primero que le preguntaron fue su nombre completo y, como no lo recordaba, lo primero que le saltó a la vista fue la fecha impresa en la portada del diario que tenía delante suyo apoyado sobre la mesa. Era el lunes veintiuno de abril. En ese momento respondió: «lunes, me llamo Lunes»; y, más allá de que la empleada cortó enseguida la comunicación, su respuesta le quedó grabada y retuvo por siempre esa palabra que le gustó tanto y transformó en nombre propio.

El gran problema lo tuvo el día en que se olvidó de ir al hospital para el trasplante de corazón por el que estuvo aguardando casi un año. Había confundido la fecha de la intervención quirúrgica con la de sus vacaciones y en lugar de darle al taxista la dirección del hospital, Lunes le dio la de la terminal de ómnibus de Retiro, para tomar luego un micro que unas cinco horas más tarde lo depositaría en Mar del Plata. Tras haberse instalado en el primer hotel céntrico que encontró, toallón en mano, bajó en remera, calzoncillo—que bien hacía las veces del short de baño que le faltaba—y mocasines por toda vestimenta; sintió un frío que le penetraba hasta los huesos, un frío como jamás había tenido; no se amilanó, siguió caminando. Al llegar a la Bristol y advertir que las carpas estaban desiertas y la arena prolijamente peinada—sin una pisada, sin una mínima huella—se dijo que era un hombre de suerte por tener la playa solo para él. Lunes no recordaba que los primeros calores asomaban recién hacia septiembre u octubre. En realidad, ni siquiera recordaba que existían cuatro estaciones y que ese mes de julio que corría no era el más apropiado para haberse quitado la remera, dejado a un lado los mocasines y el toallón, corrido como un niño de seis años y haberse zambullido, como lo hizo, en el mar—vale decir que Lunes amaba la natación y que, cuando joven, había competido y hasta obtenido alguna medalla en un club de barrio—; pero Lunes nunca salió del mar. Es muy probable que no lo haya podido hacer a causa del intenso frío de aquel atardecer o, quizá, simplemente, porque—entre tantos olvidos que habían marcado su vida—se había olvidado de respirar.

A poco que uno lo piense, pareciera más agradable o, en todo caso, menos desagradable, despedirse de la vida haciendo lo que a uno le gusta en lugar de hacerlo sobre una mesa de operaciones, a corazón abierto, en un quirófano tal vez aún más gélido que el amarronado mar invernal y ventoso de una playa de su ciudad natal.



 

(París - Francia). Nació en Buenos Aires y vive en la capital francesa desde 2008. Es abogado y escritor. Estudió historia del arte en la Fundación del Museo Nacional de Bellas Artes, y lengua y civilización francesa en la Sorbona. Escribe narrativa y poesía en español y en francés. Autor del libro de relatos Donde la vida nos lleva (Paradiso, 2021).




(Buenos Aires - Argentina) María de los Ángeles Montero nació en 1990. Su producción artística es sobre el dibujo y el textil. Actualmente es tesista de la Universidad Nacional de las Artes (U.N.A.) y Profesora en Artes Visuales en el nivel medio, su formación como educadora la realizó en el Instituto Superior de Formación Artística (I.S.F.A.) y en el Magisterio Rogelio Yrurtia. Se ha presentado en numerosas muestras colectivas.

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