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Laberinto borgeano. Claves para leer a Borges

Por Margarita Díaz de León


La escritora y académica mexicana inauguró el ciclo de charlas y talleres del Festival Borges en el 122 aniversario de su nacimiento. Aquí nos presenta un extracto de esa conferencia con las claves para entender y disfrutar la obra del gran escritor argentino.

Durante casi una década, entre 1925 y 1934, Jorge Luis Borges fue para la crítica argentina solamente un poeta y un ensayista. Hubo que esperar el nacimiento de su primera obra dedicada enteramente al género narrativo, para pregonar la certidumbre actual de que es, por sobre todos, el referente literario más importante de su país. Precisamente será en 1935 cuando aparece Historia universal de la infamia. Obra que contiene relatos que, como los escritos bajo el seudónimo de Bustos Domecq y de B. Suárez Lynch, son expresiones de un aspecto narrativo, donde la ironía y un cierto realismo criollista se suman a la sátira literaria. Por un lado, son textos que manifiestan la continuidad de las tendencias de la generación martinfierrista, conformada por el canon ineludible de tres referentes: El Matadero de Esteban Echeverría, Facundo de Domingo Faustino Sarmiento y Martín Fierro de José Hernández. Por otro lado, surgen de la búsqueda de la identidad porteña -propiciada por las ideas bodeístas de Roberto Arlt- como historias melancólicas de rufianes, falsificadores y pistoleros. Una combinatoria que refleja la negativa temprana del joven Borges a reproducir dócilmente la imagen del escritor argentino.

En esa época, la visión europea creía que un escritor latinoamericano debía ser un aristócrata más criollo y menos mestizo, cuyo francés o inglés podían no ser impecables pero cuya cultura libresca sí tenía que serlo; un literato que escribía (tal vez en Madrid, París o Londres) sobre la tierra nativa, los indígenas explotados, el abundante color de la pampa o la selva o la montaña o el desierto y el dolor de la conquista. Sin embargo, en uno de sus primeros poemas, Borges exalta la Plaza Roja de Moscú; uno de sus primeros ensayos está dedicado a promover el mejor conocimiento del Ulysses de Joyce; una de sus primeras ficciones ocurre en la India. Por ese entonces, también escribía sobre los suburbios porteños, pero si lo hacía era con la misma imparcialidad estética con que evocaba el (para él desconocido) delta del Mississippi. En este sentido, con una clara idea de la literatura y de su oficio, para Borges un escritor es aquel que crea un mundo imaginario cuyas fronteras están impuestas por el hacedor mismo, por su experiencia real o imaginada, por su capacidad para soñar palabras.

Por tanto, en la conocida frase «escritor latinoamericano» Borges supo poner solo el acento en la palabra «escritor». Los que en América Latina habían traficado, hasta ese momento, con la pasión localista, con la nacionalidad como salvoconducto para escribir no siempre buena literatura, se vieron de golpe descentrados por quien en sí mismo era un laberinto de dos entradas con múltiples salidas. Su raíz paterna Borges-Haslam, europea e intelectual, le brindó acceso a múltiples pasajes culturales. Su raíz materna Acevedo-Suárez, criolla y militar, le permitió apropiarse del coraje y de tradiciones rioplatenses. Su exotismo, entonces, consistió en ser un escritor antes que un latinoamericano.

Según los juicios críticos al joven Borges le faltaba la influencia de la tierra y la pasión, los descuidos gramaticales y el arrebato. Le sobraba la lucidez, las citas y el juego intelectual de las posibilidades. Si para los críticos europeos de ese entonces no era lo bastante exótico, para los argentinos representaba una literatura sin raigambre, «no comprometida» y bizantina, una literatura de espaldas al país. Ellos (que con ansia se acercaban a textos de fabricación europea) le acusaban de no estar enraizado en su tierra. Si en esa época se hubieran tomado el trabajo de leerlo sin prejuicios, habrían descubierto ya en sus primeras obras la creación de un lenguaje; un lenguaje que reúne la ficción, la poesía y el pensamiento; prueba de la búsqueda de la palabra que surge de la paciencia y de la modesta certidumbre del encuentro de posibilidades en la literatura.

En esas narrativas iniciales su brillo es proyectado por los primeros transformadores de la literatura y de la lengua. Un proceso que se inició a mitad del siglo diecinueve con el venezolano Andrés Bello; lo continuó el argentino Sarmiento; lo perfeccionó el cubano Martí; lo llevó a una primera culminación Rubén Darío. En el siglo veinte, el mexicano Alfonso Reyes y la chilena Gabriela Mistral continuaron el proceso de conversión. Pero es Jorge Luis Borges el que tomó en sus manos el español y lo convirtió en un instrumento de aterradora eficacia literaria, enriqueciendo su sistema de referencias y ampliando su universo imaginario.

Borges renueva la narrativa al configurar dos tipos no separados de ficciones: la primera, realista y satírica representada por El hombre de la esquina rosada a la que habrían de sumarse los relatos policiales. La otra zona, la que le dio un prestigio internacional envidiable, la de lo fantástico, figurada en El jardín de los senderos que se bifurcan y El Aleph. A partir de ese momento, nuestra literatura cambiaría para siempre.

La ceguera crítica levantó una barrera entre el argentino localista que no es y el argentino que busca lo universal; misma que se derrumbó al mirar que su mundo es la representación no de lo real sino de una proposición intelectual; que el tema de sus cuentos es la creación misma; que sus narraciones tratan del estilo en que están escritas. Sus textos configuran su propia producción y la forma de abordarlos; es decir, poner ante los ojos una de las narrativas de Borges es leer algo más que un relato. Un ejemplo de ello sería el cuento La muerte y la brújula que puede ser leído (a) como relato policial; (b) como parodia del relato policial; (c) como relato casi cosmológico del combate entre el detective y el criminal ya que este, al ser derrotado, sugiere la posibilidad de otro encuentro a la luz del eterno retorno; estas son algunas perspectivas de lectura, entre otras. Visto así, Borges sería el maestro moderno de los artificios literarios.

El común denominador de todas sus ficciones podría refigurarse como un relativismo que gobierna todas las cosas y que por ser el resultado de un enfrentamiento de contrarios adquiere visos de paradoja y, a veces, de oxímoron, figuras lingüísticas de múltiples interpretaciones: un traidor que es héroe (Tema del traidor y el héroe), un Quijote escrito en el siglo XX idéntico al de Cervantes y a su vez inmensamente más rico (Pierre Menard, autor del Quijote), una biblioteca de libros ilegibles (La Biblioteca de Babel), un perseguidor perseguido (La muerte y la brújula), una divinidad que todos buscan y que no encuentran porque ellos son la buscada divinidad (Acercamiento a Almotásim), un minuto que es un año (El milagro secreto), un Judas que es Cristo (Tres versiones de Judas), una letra que contiene el universo (El Aleph), un hombre que vive pero que ya está muerto (El muerto), una historia falsa pero que sustancialmente es cierta (Emma Zunz), una noche que agota la historia de un hombre (Biografía de Tadeo Isidoro Cruz).

Este relativismo que obliga a ver la realidad en perpetuo movimiento, como un laberinto movible y en espiral, nos incita a trascenderla más allá de su monótona cotidianidad y a penetrarla en sus dimensiones inéditas. Sus cuentos, que algunos consideran de evasión, nos acercan más estrechamente a la realidad, no a la crónica que aturde, sino a aquella que transforma el ciclo de un presente ya ocurrido y a la vez enseña que un minuto puede ser recipiente de eternidad. La narrativa de Borges valida una realidad inverosímil, contradictoria, ambigua y hasta absurda. Pero, ¿no son acaso estos rasgos los ingredientes auténticos de su irreductible misterio? Vista la realidad desde un plano que trasciende ilusorias precisiones y lógicas adventicias, más allá de esa corteza resistente y visible de racionalidad, la recta se curva y el universo encuentra un tope de finitud, para dar continuidad a su infinitud; la múltiple visión de lo real que propone Borges, es un intento de abarcar las contradicciones que lo conforman. Su mundo ficticio, donde la medida de todas las cosas es un relativismo que otorga validez a lo inverosímil y a lo absurdo, no es una evasión (certeza que merece reiterarse) es más bien su retorno, prueba de que la realidad existe y de que es también un sueño.

En consecuencia, a partir de Borges la literatura latinoamericana es otra, porque creó tiempos y espacios literarios en los cuales fue posible entenderse con nuevas palabras. Su huella aparece en lo real maravilloso de Carpentier, como también en los entramados narrativos de Sábato; está presente en el paralaje de Cortázar, tanto como en los recodos de García Márquez; asoma en la edad del tiempo de Carlos Fuentes, así como en el ingenio lingüístico de Guillermo Cabrera Infante; está en la mítica Santa María de Juan Carlos Onetti y también en la violencia de Mario Vargas Llosa; puede advertirse en la estructura tripartita de Severo Sarduy y en el ficticio Vallejos de Manuel Puig. Si hubiera que encontrar un factor lingüístico que uniera a estas configuraciones de tan distinto origen geográfico y estilístico, ese agente sería Borges. Y lo mismo podría decirse de la poesía o del género ensayístico. Está en los postulados de Octavio Paz, como está en los antipoemas de Nicanor Parra; en la sensualidad de Homero Aridjis, como en la lucidez conjetural de Guillermo Sucre. Borges es como la filigrana que por transparencia se puede encontrar en el papel en que escriben hoy los mejores escritores y las extraordinarias escritoras, entre Río Bravo y Tierra del Fuego.

¿Dónde sino en esa Babel cosmopolita que es Buenos Aires puede darse un amante de las primitivas literaturas germánicas que sea, también, conocedor de tango y de poesía gauchesca, y que sea, además, lector de Dante y de Cervantes y de Shakespeare y, al mismo tiempo, especialista en Hume y en Schopenhauer? Su caleidoscopio no es sino la reflexión cosmopolita de la urbe que lo habita. Sí, la ciudad que lo conquista. Una metrópoli fundada por españoles en tierra indígena, poblada por franceses aventureros, por ingleses e irlandeses que llevaron los ferrocarriles, por cientos de inmigrantes gallegos y napolitanos; espacio generoso, metáfora del esperanto cultural. Borges está profundamente arraigado a su tierra y es desde esa orilla barrosa del Plata que contempla el universo entero. Cada europeo lo ve como un europeo porque cada uno descubre lo que él tiene de suyo. Un francés se maravilla de lo que sabe de Víctor Hugo, un italiano de su conocimiento de la Divina Commedia, un alemán de sus interpretaciones del mundo, un inglés de su familiaridad con la metafísica del obispo Berkeley, un nórdico de su apego al Yggdrasil. Esa multiplicidad le está negada a un europeo. Eso sólo lo pudo lograr un argentino porteño.


Desde Palermo, desde Buenos Aires, sale Borges hacia un infinito que no está hecho de geografía ni de historia, sino de palabras. Es el suyo un mundo construido sobre libros y sobre lo que los libros dicen y cómo lo dicen, para escribir sus propios libros. Descubre (entre no muchos después de Homero) que la literatura está hecha por sobre todo de lenguaje. Pero su hazaña (siempre ahora como nunca se empieza a entender en todo el mundo) es ser el más humilde servidor de las letras, que hizo del laberinto y de sí mismo la clave de ingreso a su obra.



El laberinto como clave

Laberinto Mental. Borges deviene su infancia en Palermo, hacia el exterior (descrito con maestría en su obra Evaristo Carriego) y en una biblioteca (de Babel), hacia el interior, imaginada como paraíso. Sus vivencias infantiles prefiguran, en su encierro, el centro de un laberinto del mundo desde dentro. En decir, Borges se imagina desde la biblioteca familiar al vasto universo como infinito laberinto.


Laberinto Precedente. Lector precoz, Borges ingresa en un laberinto de lecturas guiado por su padre: filósofos griegos, la enciclopedia británica, los clásicos ingleses, franceses y alemanes, leídos en su lengua, clásicos infantiles, libros de historia, mitologías, entre más, para crear laberintos escriturales de diversos pasajes. Entre los ocho y diez años escribe un ensayo sobre mitología griega con énfasis en el mito del laberinto, sobre el cual después dirá: «yo nunca pude dejar de pensar en el laberinto».


Laberinto Idiomático. Para Borges, el estudio de cada nueva lengua era «una nueva aventura», que le permitía adentrarse en «un delicado laberinto». Como una torre humana de Babel, además del español y el inglés, aprendió latín, italiano, alemán, francés e incursionó en lenguas nórdicas. Abordó durante sus últimos años el japonés -cuya gramática encontraba fascinante, pero que nunca llegó a aprender del todo- y el árabe, que estudió durante los últimos días de su vida. «Cada idioma», dijo una vez, «es una forma de sentir el universo». En la combinatoria de sus ejes lingüísticos, cada uno de estos idiomas se convirtió a su vez en la materia prima que utilizó no sólo para percibir el universo, un plurilingüe laberinto, sino también para crear mundos nuevos y fantásticos, sostenidos por el poder de su palabra y por su extraordinaria capacidad de imaginación.

Laberinto Interoceánico. En España conoce a los ultraístas admirando sobre todo a quien considera uno de sus grandes maestros, Rafael Cansinos Assens. Borges construye un laberinto de pasajes interoceánico entre la tierra de Cervantes y los cultivos de Sarmiento, mediante la fundación de cierto tipo de Ultraísmo porteño: «el Ultraísmo tiende a la meta primicial de toda poesía, esto es, a la transmutación de la realidad palpable del mundo en realidad interior y emocional» (1921). Sin embargo, años después renegaría del postulado central de la vanguardia: «La primacía de la metáfora fue su dogma. Ese dogma era falso; en buena lógica, basta un solo buen verso no metafórico para probar que la metáfora no es un elemento esencial» (1966).


Laberinto Leibniciano. Fervor de Buenos Aires es un laberinto, de tiempos y espacios entre lo costumbrista, lo sentimental y lo naturalista, centro de la memoria mediante mecanismos de repetición: «he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente —¿qué significa esencialmente?— el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después» (1969). Un poemario de identidad e historia, la persistente imagen del yo poético ante los espejos.


Laberinto Fantástico. En 1938 muere su padre y él tiene un grave accidente: se hiere la frente con la apertura de una ventana, le internan, permanece convaleciente durante un mes; infortunio que desencadena la progresión de su ceguera -paradoja- que le permitirá visualizar mundos posibles. A partir de este hecho, propiamente, se inicia en la literatura fantástica con su primer cuento formal, Pierre Menard, autor del Quijote. La literatura fantástica borgeana es onda hipnótica que despliega el tiempo imaginado dentro de un laberinto soñado, continente del universo, lo sagrado, el ciclo de la vida, las mutaciones, lo profano, la fatalidad, el olvido, la felicidad, el lenguaje, la memoria, lo circular, la ceguera, lo interior, la divinidad, el centro, los espejismos, el enigma, los misterios, el sonido, la música, los libros, la escritura, el suspenso, la búsqueda, el viaje, la imagen, el artificio, la metáfora, y más.


Laberinto Ecuación. Los dos Reyes y los dos laberintos traza dos tipos de laberinto: el artificial construido por uno de los reyes, símbolo de la soberbia y el natural, el desierto, proyección especular: estamos presos de sí mismos, es decir, separados, solos y abandonados; somos buscadores de otros en el inmenso laberinto del mundo y la cultura. Ambos laberintos, el interior (la soberbia) y el exterior (la soledad) con sus múltiples variables, despejan el enigma de la condición humana.


Laberinto Abismado. El inmortal despliega una de las técnicas narrativas de Borges en donde un texto nos remite a otro texto y éste, a otro texto, es decir, un palimpsesto en donde un pasaje nos conduce a otro; se trata de la intertextualidad: un manuscrito original, transcrito, refutado para proclamar su falsedad. El problema del conocimiento se enfrenta al escepticismo; los valores tradicionales, la inteligencia, la metafísica, la realidad, se ponen en duda frente al panteísmo agnóstico. Puesta en abismo del laberinto de lo leído que ya ha sido leído, de lo vivido que ya ha sido vivido.


Laberinto Especular. La casa de Asterión es un laberinto habitado por el minotauro que cuenta su vida dentro de su casa, única, sin puertas cerradas, sin muebles, donde se encuentra la quietud y la soledad. Ahí Asterión, el minotauro, ha aprendido todo tipo de juegos, pero el que prefiere es el del otro Asterión, que son los otros que vienen a visitarlo y él les muestra su casa única donde todas las partes se repiten y cualquier lugar es otro lugar y cualquier otro es él mismo.


Laberinto Sagrado. La escritura del dios edifica un laberinto de piedra, que contiene en su centro la palabra divina en las rayas de un tigre y el patrón de su desciframiento en las manchas de un jaguar. El mago Tzinacán, para obtener el poder casi-divino que le permitiría salir del encarcelamiento en el que se encuentra, busca resolver el enigma del tiempo y del espacio simbolizado por las manchas del jaguar, uno de los atributos del dios, que comparte su encierro. El secreto está figurado en las rayas del tigre, trazos de pasajes laberínticos en la piel, que contienen cuarenta sílabas, catorce palabras de escritura divina.


Laberinto Tiempo. El jardín de senderos que se bifurcan ramificado, como laberinto fractal, para proyectar entre sus cruces lo policial, lo poético, lo fantástico y lo filosófico. Es un laberinto jardín, dentro del cual confluyen todos los tiempos y las personas cambian esos tiempos diversos, con la intención de construir una novela interminable. Este cuento sintetiza todas las imágenes de cómo se representa el laberinto del tiempo en los espacios, su convergencia en la imagen de una biblioteca, un paraíso, el libro total, y más.


Laberinto Borges. Su poética, en el sentido de lo esencial de un escritor, es la poética de la conciencia que se encuentra con el enigma del tiempo. Su solución está contenida entre los pasajes de los sueños. El enigma tiene posibilidades de solución mediante el razonamiento, pero al misterio, a lo secreto únicamente lo podemos aceptar, porque no tiene solución. Entonces, el laberinto es el misterio del tiempo que sueña.


Cierro este texto dedicado a Jorge Luis Borges a 122 años de su nacimiento, con la metáfora El hilo de la fábula:


«El hilo se ha perdido; el laberinto se ha perdido también. Ahora ni siquiera sabemos si nos

rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es

imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontramos y

lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman

filosofía o en la mera y sencilla felicidad.»



 

(Ciudad de México - México) Doctora en Humanidades con línea en Teoría Literaria. Coordinadora del Diplomado en Estudios Literarios de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, México. Ha publicado artículos académicos en revistas especializadas sobre la obra de Julio Cortázar, Jorge Luis Borges y diversos autores del Río de la Plata. Es coordinadora de talleres de lectura y escritura Literatura En Espiral. Es participante del colectivo Slam Poetry, creadores de piezas de lírica acústica con música, canto y poesía. Es autora del poemario En Escala del 15 al 26 (Talleres Porrúa, 2020). Actualmente se encuentra en prensa su segundo poemario Falda al viento (Editorial El Diván Negro).

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