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Ordenar el mundo

Por Juan Francisco Baroffio


Ilustra Mirabella Stoor


Edición N37 - Especial Silvina Ocampo

Una de las formas clásicas de leer la narrativa de Silvina Ocampo, es la que la sitúa dentro del género fantástico. Muchos críticos la ven como una parte integral de la Santísima Trinidad de lo fantástico junto a Adolfo Bioy Casares (su esposo) y Jorge Luis Borges (su amigo). Juntos editaron la Antología de la Literatura Fantástica, que se publicó el mismo año que La invención de Morel. Las fechas no son casuales. Esa antología, en cierto sentido, definió al género en la literatura argentina e incluso en la latinoamericana. Junto al programa de trabajo razonado de Borges (desplegado en sus ensayos, narrativa breve y reseñas literarias), lograron quebrar el realismo imperante en la literatura de su tiempo.

Pero no todo es tan simple y etiquetable. Una moderna postura de la crítica literaria (entre las que se encuentra, por ejemplo, Natalia Biancotto), nos invita a leer la narrativa de Silvina en la clave del nonsense.

Este sin sentido, se contrapone a la idea borgesiana de la narración ordenada y rigurosa y de sus trabajos con las múltiples paradojas del universo. En cambio, nos dice Biancotto, Silvina trabaja con «los límites de la razón, con la incesante fuga del sinsentido: la locura en el mundo».

Esta lectura de la obra de Silvina, en una clave que la excluye del género fantástico, parece encontrar también su justificación en la opinión de uno de los lectores más sagaces y atinados de la literatura: el mismo Borges. Él nunca incluyó los textos de Silvina en las antologías del género.

Los textos de Silvina requieren que el lector acepte las reglas de un mundo en el que lo razonable y lo concebible sean puestos de cabeza. De alguna forma pareciera decirnos que, para entrar en su literatura, tenemos que encontrar como lo más razonable del mundo el perseguir a un conejo blanco en el País de las Maravillas.

Referirnos a Lewis Carroll, rey del nonsense, inmediatamente nos lleva a pensar en el Sombrerero Loco, uno de sus más famosos personajes. Y justamente los locos son personajes que pueblan la narrativa breve de Silvina.

Muchas anécdotas de quienes la conocieron refieren que sentía fascinación por las historias reales de personas que presentaban alteraciones mentales. Nos cuentan, por ejemplo, que guardaba recortes de diarios con noticias sobre psicópatas para escribir cuentos, o su famoso encuentro con un exhibicionista que le terminó teniendo miedo.

Para Silvina, al igual que para G. K. Chesterton, los locos en la literatura representan un fin en sí mismos. Son la posibilidad de encontrar un rastro más humano e imprevisible en el mundo.

Lo siniestro, en sus textos, no implica necesariamente lo sobrenatural. Una madre que ve, impasible, a sus hijos caer a una muerte segura busca esa fuga del sentido de la que nos habla Biancotto.

Los niños casi genios y casi malditos de sus cuentos, aunque terribles, no son parte de una realidad fuera de este mundo. Pensemos también en Miguel, el niño de la novela Los que aman, odian. En los niños, pareciera decirnos la autora, el sentido del mundo es diferente al de los adultos. Los niños, como Alicia, aceptan las cosas como vienen y sin pensarlas de forma racional. Prima lo hedonista, lo lúdico, lo curioso. Y ya sabemos que Silvina fue una niña traviesa que trepaba árboles y se escondía del mundo de sus padres y hermanas mayores. Justamente ese esconderse puede entenderse como una evasión del ámbito adulto en el que se busca que impere la lógica y el orden. La niña Silvina frecuentaba las dependencias de servicio de las casonas familiares. Allí, en ese mundo subterráneo, las reglas y el sentido eran diferentes.

Leer a Silvina Ocampo es aceptar su invitación a dejar que las reglas de la razón, de lo lógico, queden paralizadas. Podemos seguirla, como si fuera un conejo blanco, para que lo inexplicable, el desatino y el malentendido ejerzan una tiranía momentánea y lúdica. Es una invitación a aceptar el despropósito de lo real.

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