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El porvenir de sus huesos

Por Gisela Paggi


«Contigo, pan y cebolla» reza esa promesa utópica que algunos amantes se hacen para reafirmar una idea de eternidad, aun cuando las cosas se pongan hostiles y la mesa se encuentre vacía. «Contigo, pan y cebolla» para establecer un vínculo irrompible y para que siempre quede un atisbo de esperanza para cualquier futuro incierto. Como si una simple cebolla pudiera llenar todos los vacíos. Como si encerrara entre sus capas un secreto invisible para el ojo humano.

Para mí, la única esperanza que puede girar en torno a una cebolla es la que llevó a Miguel Hernándeza escribir un poema en papel higiénico en 1938 estando preso en la cárcel de Torrijos: «Vuela niño en la doble / luna del pecho. / Él, triste de cebolla. / Tú, satisfecho. / No te derrumbes. / No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre».

En esa cárcel que terminara siendo su tumba, entre piojos y enfermedades, Miguel Hernández recibió una carta de su mujer, Josefina Manresa, en la que le cuenta que solo tiene para comer pan y cebolla. Él le respondió con este poema que, en realidad, es una nana, una canción de cuna donde, de la preocupación por la vida de ella y de su hijo, Manuel, pasa a una esperanza que cree que puede sostenerse en la risa de ese niño.

Nanas de la cebolla es quizás el poema más bello escrito en lengua castellana. Casi un himno a la injusticia y a la soledad de un poeta a las puertas de la muerte. En cada verso se va desgarrando el dolor de un hombre ante la irremediabilidad de un destino inmerecido y despótico. Pero no hay casualidades en esta elección estructural que hiciera Hernández para su texto. Las nanas en España tienen un valor intrínseco inexistente en otros lugares: el de lo melancólico y del sufrimiento. Así lo explicó, por ejemplo, Federico García Lorca en una de las conferencias que dictara en la Residencia de Estudiantes de Madrid en 1928: «La canción de cuna va dirigida casi siempre (no hay regla sin excepción) contra el niño. El dolor de la madre al ver su hijo, continuación suya, expuesto ya al río turbador, ya a la pasión y al conflicto del mundo se traduce en el ambiente de la canción de cuna». La mirada pesimista de García Lorca se sostiene en la idea de que las canciones de cuna, en España, fueron creadas por mujeres pobres. Ellas le dan a sus niños «su pan de melancolía áspera y su leche silvestre, médula del país».

Si atendemos a esta idea que nos plantea Federico en torno a las nanas, hay una razón de ser para la creación de las «Nanas de la cebolla». Ese padre, desde la cárcel, donde no pudo asistir al nacimiento de su hijo y solo posee una foto que lo hace sonreír, retoma una tradición musical y popular para darle entidad a su sufrimiento y hacer de esa miserable cebolla el alimento de una esperanza que se sostiene en esa única sonrisa que le desprende el rostro del niño: «Desperté de ser niño. / Nunca despiertes. / Triste llevo la boca. / Ríete siempre. / Siempre en la cuna, / defendiendo la risa / pluma por pluma». La nana fue con una carta donde él agrega: «Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho, ya que aquí no hay para mí otro quehacer que escribiros a vosotros y desesperarme».

Para Miguel, la escritura es la libertad. Es la posibilidad de liberarse, momentáneamente, del dolor y la desesperanza. Y en esta nana se evidencia un sentido categórico de ilusión al pensar en esa risa que puede desprenderlo de la muerte.

En lo estructural, la nana rompe con las formas canónicas para respetar la esencia misma de estas composiciones populares. El lenguaje es simple y diáfano. No presenta vericuetos que, por su parte, nunca identificaron la palabra del poeta. Proyecta imágenes nítidas y, en su sencillez, radica la fuerza demoledora de su dramatismo: «En la cuna del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla / se amamantaba. / Pero tu sangre / escarchada de azúcar, / cebolla y hambre».

Pensar en Miguel Hernández siempre genera un nudo insalvable. En la fuerza de su juventud parece caber toda la valentía y todo el dolor que un hombre pueda soportar. La crueldad a la que fue sometido debería hacernos replantear nuestra integridad como seres humanos. Pero quedó su poesía como último bastión. En esta nana radica el poder del amor que puede sostener el cuerpo de un hombre abatido hasta el último momento de su vida, pero, también, toda la historia de la humanidad concentrada en sus cortos versos. El arrullo de un poeta condenado a la miseria donde solo puede ver la sonrisa de un niño amamantado con leche de cebolla. Hambre y cebolla.



 

Escrita originalmente en trozos de papel higiénico, se publicó por primera vez en Cancionero y romancero de ausencias. Apareció póstumamente y fue editado por Ediciones Lautaro en 1958, en Buenos Aires (Argentina). Contó con prólogo de Elvio Romero.

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