A modo de editorial
Año II - N°24
Ítalo Calvino, en 1991, publicó el ensayo Por qué leer los clásicos. En él postula catorce argumentos para definir a un clásico. Entre ellos encontramos que, para el escritor italiano, una obra puede considerarse tal cuando nunca termina de decir lo que tiene que decir o cuya lectura es, en realidad, una relectura. Cientos de obras se nos vienen a la mente.
Pero tal vez pueda postularse otro argumento que nos ayudaría a identificar cuando una obra o un autor pueden exhibir la patente de clásico. Así lo propone el poeta salteño Santiago Sylvester: Un autor o una obra, también pueden ser entronizados por la frecuencia con que son citados. Sobre todo si la cita es apócrifa.
La cita falsa, esgrimida como verdad, incluso por aquellos que leyeron la obra, demuestra hasta qué punto está disuelto en la sociedad. ¿Cuántas veces hemos escuchado o leído la famosa sentencia quijotesca de «Ladran, Sancho, señal que cabalgamos»? Esa, junto a «Elemental, mi querido Watson» y «Uno para todos y todos para uno», son las más populares y que mayor arraigo tienen en la sociedad. De más está decir que solo la pronunciada por los mosqueteros de Dumas es verdadera. Lo mismo ocurre, en el ámbito del cine, con el «Tócala de nuevo, Sam» que muchos atribuyen a Humphrey Bogart en Casablanca y que jamás fue pronunciada.
Es que, de alguna forma, depositamos nuestra confianza en los clásicos. En ellos creemos encontrar la verdad. Una sentencia imperecedera que tenga la fuerza para guiarnos o ganar una discusión. O aunque sea para darnos lustre de elocuentes. A Borges también se le atribuyen frases, comentarios y humoradas varias que nunca escribió o dijo. Borges, como sus escritores ficticios, escribió más allá de su propia obra sin saberlo. Poemas mal atribuidos, frases inexactas, historias inverosímiles. Todo muy borgeano.
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