Por Gisela Paggi
Tengo con Doña Bárbara una fascinación casi adolescente. Desde que la leí por primera vez siendo una estudiante de literatura, pude encontrar un dejo de misticismo que me llamaba a su lectura y relectura constante. Nunca me conformaron los trabajos teóricos en torno a ella. Siempre creí que faltaba algo que iba más allá de las definiciones del regionalismo latinoamericano y de ese determinismo naturalista del que está empapada. Para mí, Doña Bárbara, como personaje en sí, había tomado una entidad autónoma con respecto a su creador y lograba escapar de esa etiqueta de Eva parada en los albores de la modernidad americana.
En su nombre está su destino. Doña Bárbara fue creada para encarnar en su figura toda la barbarie que era necesario erradicar de América como a una mala hierba. Y no es casualidad que, además de corrupta, bruja, asesina e inculta, Bárbara fuera mujer.
Rómulo Gallegos refirió que había escrito sus libros con el oído puesto en las palpitaciones de la angustia venzolana. Y dio vida a un personaje que, en ese mestizaje que le da esencia y la arroja a la superstición más diabólica e inhumana, venga a referir en un plano mítico un debate positivista en torno a la civilización versus la barbarie que parecía estar ya zanjado para la época en que fue publicada Doña Bárbara en 1929.
Pero más allá de esas implicaciones, quiero referirme a ese desprendimiento que, creo, que tiene el personaje con respecto a la función primordial por la que fue creado por el propio Gallegos. En una primera lectura podríamos referir que el autor no da opción al lector de elegir. Bárbara se nos muestra como ese espíritu sádico y desalmado que abandonó a su propia hija para que se criara como un animalito en medio de la selva (ni Emma Bovary se atrevió a tanto). Por eso, a diferencia de otras heroínas modernas, Bárbara no tiene salvación y carece por completo de esa finalidad aleccionadora que se esperaba de otras pecadoras de la literatura. Probablemente porque no se pensó como una novela que pudiera ser leída por mujeres. En ese mundo donde se cerraba lo decimonónico y la modernidad ya aparecida afianzada en casi todo el territorio americano o, por lo menos, en lo que Ángel Rama dio por definir como ciudades-puerto letradas, Gallegos da sin saberlo el punto final de lo que fue la “novela de la tierra” para dar paso a la literatura centrada en el hombre. Y en ese contexto es que se dota a su protagonista masculino Santos Luzardo de ese rol casi mesiánico en el que deberá desmontar el mal que asola al interior latinoamericano convenientemente simbolizado en la figura de una mujer.
Pero atendamos a la génesis de Bárbara. Años atrás había sido una jovencita inocente. Había conocido el amor con Asdrúbal, un muchacho que le enseñó a leer y escribir (no se me ocurre acto de amor tan puro y genuino como ese). Pero en una noche trémula, Bárbara es violada en manada por cinco hombres que, en primera instancia, matan a su padre y a su enamorado dando lugar a que, ya renacida del dolor, se convierta en la “devoradora de hombres” y jure vengar en todos a los infames que la violaron. Y aquí es donde, según mi opinión, y con el paso de los años, el personaje logra desprenderse de su creador. Las lecturas no pueden ser las mismas de las que se realizaron casi un siglo atrás y ya podemos tener con ella un dejo de compasión. En un mundo de hombres, Bárbara se alza como una esfinge que verá en los ojos de Luzardo su propia destrucción al ser objeto, nuevamente, de la pasión romántica y, al reconocer en el rostro de su hija a esa antigua Barbarita que alguna vez fue, no podemos dejar de pensar que esas cuotas de candidez han sido incorporadas adrede y que el propio Gallegos sintió algo de misericordia por su personaje.
Doña Bárbara está centrada en una bipolaridad demasiado marcada, en esa pugna que presuponen las contradicciones humanas. Pero en ese acto de individualidad que admite la lectura debería caber espacio para correrse del eje que nos es impuesto por el autor y saltar de un lado al otro de esa grieta axiológica. Navegar por el río de la narrativa con identidad propia, tal como Bárbara navegaba para encontrar el lugar donde lamer sus heridas en su solitaria individualidad.
<El amor de Asdrúbal fue un vuelo breve, un aletazo apenas a los destellos del primer sentimiento puro que se albergó en su corazón totalmente apagado para siempre por la violencia de los hombres cazadores de placer.>>
Novela venezolana publicada en 1929, por la editorial española Araluce. Su autor introdujo diversas modificaicones al texto en ediciones posteriores. La definitiva es la de 1954 del Fondo de Cultura Económica (México).
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