Por Delfi Migueltorena
Un candado de mala calidad que prometía mantener mis confesiones a salvo bastaron para que confiara todos mis secretos.
La mayoría de los diarios íntimos tenían que empezar con «Querido diario», conocía la regla, pero yo nunca me dirigía así. La palabra diario no me evocaba nada, un objeto inanimado. Yo me dirigía a Kitty, la famosa gata blanca producida por la marca Sanrio. Mi versión de Kitty era distinta a todas las Kitty que había conocido, tenía una guitarra y una corbata cuadrillé que le daba un aspecto punk. Me divertía intervenir la tapa con lápices y marcadores. Sentía que cuanto más personal era mi Kitty, más garantías tenía en su discreción.
Dejé de escribir diarios íntimos cuando terminé el primario y, aunque alguna que otra vez, el deseo de resucitar a Kitty apareció, no volví a fiarme.
Sin embargo, nunca dejé de leer diarios. Hoy les traigo dos de mis favoritos:
Diarios amorosos: Incesto (1932-1934) / Fuego (1934-1937), Anaïs Nin
«Siempre creí que era la artista que llevo dentro la que hechizaba. Creía que era mi casa esotérica, los colores, las luces, mis vestidos, mi trabajo. Siempre estuve dentro de la concha de la gran artista que trabaja temerosa e inconsciente de mi poder».
Si hay algo que vuelve atractiva a Anaïs Nin es su apetito, un apetito que está relacionado con la búsqueda de plenitud. «Más allá del hambre, está el superhambre», así es como bautiza la gula excesiva Amélie Nothomb en Biografía del hambre, haciendo un guiño al concepto de Übermensch de Nietzsche.
En estos diarios Anaïs Nin le rinde culto a esa voracidad: se vacía para que el deseo la colme, la transforme. Deshace el laberinto de paredes blancas y uniformes que la articulan hasta convertirlo en diminutos granos de arena. Sin sus huesos, Anaïs Nin hace de su cuerpo una isla desierta. Una vez que su anatomía asume su nueva naturaleza, despierta al deseo para que recorra cada fibra de su cuerpo, para que la habite por completo.
Pero Anaïs Nin no es inocente, sabe que su pequeño cuerpo —incluso vacío— no es suficiente para conservar la lava. Sabe que no puede confiar en esa fina capa de piel que promete mantener una lujuria ilimitada en su interior. En ese instante de insatisfacción donde se delinea su identidad y nos confiesa que nada la puede completar porque todo le resulta demasiado tentador. «Tengo que alimentarme de mí misma —nos dice— soy la única que al menos por un instante, logra saciarme(...) Estoy en plena rebelión contra mi propia mente»
Diarios completos, Sylvia Plath
«Conmigo, el presente es eterno, y la eternidad siempre está cambiando, fluyendo, derritiéndose. Este segundo es vida. Y cuando se termina, muere. Pero no podés empezar de nuevo a cada segundo. Tenés que juzgar de acuerdo a lo que ya murió. Es como la arena movediza…sin esperanzas, desde el comienzo. Una historia, una foto, pueden renovar las sensaciones un poco, pero no lo suficiente, no lo suficiente. Nada es real excepto el presente, y ya siento el peso de los siglos asfixiándome. Una chica vivió como hoy vivo yo, hace cien años. Y está muerta. Yo soy el presente, pero ya sé que yo, también, pasaré. El momento cúlmine, el ardiente destello de luz, vienen y se van, una arena movediza continua. Y yo no quiero morir».
Me regalaron sus diarios cuando cumplí dieciocho. Si bien llegué varias veces a la última página, de algún modo no los terminé. Hay algo que me devuelve siempre a las primeras hojas. ¿Será que los diarios como los buenos poemarios nunca se terminan realmente? Con los diarios de Sylvia Plath, me pasa algo parecido a lo que me sucede con los diarios de Pizarnik, siempre queda algo por atrapar, algo que me invita a retroceder. Leyéndolas uno asiste a una ceremonia caníbal del lenguaje, ambas encuentran la manera de nombrarlo. Plath escribe con una honestidad que, de a ratos, puede ser apabullante pero siempre resulta conmovedora. Pienso en sus diarios como la búsqueda desesperada por su identidad, por coordenadas que le confirmen que está, que la persona que escribe esas palabras, todavía vive.
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