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Ahora están todos contentos, un cuento de Gabriela Mayer

Actualizado: 22 abr 2022

Por Gabriela Mayer


Ilustra Fabian Kozdon


—Les sacamos las Malvinas.

El maestro lo grita bien fuerte esa mañana. Parado en medio del patio escolar. Su delantal blanco, corpulento, hinchado de entusiasmo. Todavía no sonó el timbre de las ocho. Los alumnos miramos con sorpresa a Palmieri. Nunca lo habíamos escuchado gritar así. El puño de su brazo derecho, apretado, se extiende por encima del hombro, apuntando al cielo. Sus mejillas enrojecen, acompañando el esfuerzo de la garganta. Hasta sus anteojos de marco marrón grueso se estremecen.

—A es-tos mal-di-tos in-gle-ses les sa-ca-mos las Mal-vi-nas.

Dicen que todo fue muy temprano. Dos o tres de mi grado tienen algo de información que llegaron a pescar en sus casas. Otros pudieron escuchar un comunicado por la radio, aunque tampoco entendieron demasiado. Esos pocos datos van pasando de boca en boca. Con expectativa de aportar algo, aunque sin mucha claridad. Todos los alumnos sabemos que las Malvinas son unas islas que nos quitaron los ingleses. Lo aprendimos ya en nuestros primeros años de colegio. Pero todavía no entendemos muy bien qué fue lo que pasó este dos de abril.

Yo no tengo nada para aportar. Porque mamá, en lugar de subir el volumen de la radio de la cocina, la apagó. Preparó el desayuno rápido, no hizo ningún comentario especial. Papá aún dormía cuando salimos. La vieja DKW no tiene radio, así que el viaje transcurrió en silencio. Solo oímos el ruido de la palanca de cambios, hacia atrás, hacia adelante, empujada por la mano de mamá. Y sus pies sobre los pedales.

Mi hermana y yo fuimos sentadas atrás, somnolientas como siempre. Cada una mirando para afuera, por su ventanilla. No podíamos imaginar que ese día soleado y apenas fresco sería distinto. Hasta que atravesamos las dos grandes puertas metálicas de la escuela. Ahí nos separamos, porque ella subió a secundaria. Yo llegué hasta el patio donde, sí, están todos contentos. Ni que hablar de Palmieri.


* * *

—Hoy es el día de la recuperación de las Malvinas. Es una jornada histórica—dice Palmieri en el aula de quinto grado, para arrancar la jornada escolar.

A continuación, anuncia que no pasará lista. Tampoco habrá repaso de fracciones antes de la prueba de mañana. Vamos a tener ciencias sociales, para saber más de esas dos islas cuya soberanía reconquistó nuestro país. Gloriosamente reconquistó nuestro país. Así dice. Y tose para aclararse la garganta.

La emoción bate en el pecho de Palmieri, se entremezcla con su voz. Los alumnos seguimos sorprendidos por la alteración de la rutina, felices de evitar la clase de matemáticas y un poco también por esa gesta tan importante para todos los argentinos.

Palmieri apunta con su puntero de madera sobre el mapa de la República Argentina. Allí, abajo a la derecha, están esas dos pequeñas islas de costas desflecadas, como dos manchas irregulares en medio del Atlántico.

Hasta que suene el timbre, nos hablará de las Malvinas, a las que los piratas ingleses les decían Falklands, y en las que acaban de desembarcar los soldados de nuestro país. Archipiélago. Plataforma continental. 1833, invasión inglesa. Organización de Naciones Unidas. Soberanía. Ganado ovino.

Y, además, dice que nos va a enseñar una canción muy importante. «Tras su manto de neblinas, no las hemos de olvidar. ¡Las Malvinas, argentinas!, clama el viento y ruge el mar», entona frente a las tres filas de pupitres. En realidad, la letra es más larga, así que la iremos aprendiendo de a poco.

Me gustaría hablar con Cecilia, mi compañera de banco, pero Palmieri siempre nos reta por conversar en clase. Aunque tal vez ahora, que está tan entusiasmado, lo permitiría. Por las dudas, optamos por el método más seguro: escribirnos mensajes en una hoja de cuaderno Gloria cuando el maestro no nos mira.

«Ahora están todos contentos con esto de las Malvinas, ¿no?», garabatea mi amiga con su Parker azul.

«Parece que sí», le contesto.

«¿Qué hacés hoy después del cole?», sigue ella en el renglón de abajo.

«Tengo inglés particular», le respondo. «¿Y vos?», le paso el papel justo cuando Palmieri se pasea a nuestro lado, exponiendo sobre la pesca en las Malvinas.

Cecilia guarda cuidadosamente la hoja dentro de su carpeta de Ciencias Sociales. No sé si el maestro nos vio, pero se queda cerca y no podemos más que oír sus palabras. «La carne ovina es la base de la alimentación de los habitantes de estas islas». Es un día tan raro. Por suerte puedo mirar por la ventana que da a la calle. Una paloma acaba de aterrizar en el marco de madera. Me observa con sus ojos negros, diminutos. Se pasea unos centímetros, segura de sus movimientos. Y sale volando otra vez. Justo en ese momento, Palmieri termina de decir:

—Cuando hayan guardado las cosas que tienen sobre sus pupitres, pueden salir al recreo.


* * *


Malvinas es la palabra que resuena a cada momento en la radio, en la tele –aunque en casa no tenemos–. Y también se la lee en los titulares a gran tamaño en la portada de los periódicos. «Euforia popular por la recuperación de las Malvinas», «Argentinazo: Las Malvinas recuperadas». En la otra cuadra de mi casa, a cada rato se amontona gente delante del quiosco de diarios para enterarse de las últimas novedades.

En otra época el quiosquero habría dispuesto hábilmente las revistas de tal forma que ocultaran las tapas de Clarín, La Nación y La Razón, pero ahora no. El hombre –el mismo al que le compramos cada jueves la revista Anteojito– entiende que es casi un servicio cívico que debe prestar a quienes circulan por ahí.

En casa sigue sin gustarles hablar de la gesta. Si hablan, lo hacen con desdén. Como si vivieran en otro país, en otra realidad.

Yo quiero saber más, conocer los detalles de la derrota de los ingleses para comentarlos también al día siguiente en el colegio. A veces me tiro en la cama a escuchar la radio portátil naranja. Sintoniza bien los programas de Mitre, de Rivadavia. Y dan todo tipo de información. Dónde están las tropas, quién fue el primer soldado en izar la bandera en las islas. El operativo combinado de fuerzas de mar, aire y tierra. El reemplazo de los nombres ingleses de pueblos y ciudades por otros auténticamente argentinos. No termino de entender por qué en casa no simpatizan un poco más con las Malvinas.

—Ni se te ocurra hablar de lo que comentamos en casa de las islas esas—me advierte una noche mamá antes de ir a dormir. Le digo que no, que claro que no.

Me gustaría que en casa las cosas fueran distintas. Y que lograran alegrarse, como las demás familias, aunque sea un poco. Pero hay algo pesado, de preocupación irresuelta, que invade la atmósfera del departamento de Colegiales.

Un jueves, al regreso de inglés particular, me invita una compañera a su casa. Vive justo a la vuelta y ella sí tiene televisor. Llegamos a tiempo para el inicio del noticiero de ATC. Compartimos el sillón rojo mullido con su mamá y su hermano. Escucho con atención los dos primeros bloques, con muchas buenas noticias en boca de un enviado especial a las islas. Después ya tengo que irme; me da pena, pero me esperan para cenar.

—Estos tipos no tienen ni idea de lo que son los ingleses. Los van a reventar—dice papá, cortante, mientras separa la grasa del bife.

—Palmieri dijo en el colegio…

—El maestro ese no entiende nada, no tiene ni idea—me interrumpe.

—La gente simplemente quiere que le vendan espejitos de colores—interviene mamá, mientras le pasa la ensaladera a mi hermana. Mi hermano, como siempre, llega tarde de la facultad. Mamá le deja un plato tapado con comida sobre la mesada.


* * *


Hacia mediados de abril, en el colegio empezamos a juntar donaciones. Nos pasaron una lista de necesidades y cada familia manda lo que puede. Los paquetes, cajas y bolsas se van acumulando sobre el escenario. Frazadas, abrigos. Chocolates y golosinas. Todo viene bien «para que los soldados argentinos puedan enfrentar el rigor del frío en el Atlántico Sur», explica Palmieri.

Mamá armó dos bolsas un día antes del plazo final para entregarlas. No son grandes, ni pesadas. Tampoco sé bien qué contienen.

—Lo que preparé está bien—dice sin darme detalles—. Mañana lo llevamos.

Al día siguiente, entro caminando rápido y llevo las bolsas hasta el escenario del salón de actos, con la esperanza de que nadie me vea. Y que rápidamente se confundan con el resto de los paquetes, más generosos.

Tenemos que escribirles cartas a los soldados que pelean en Malvinas. Palmieri nos dice que seguro se van a alegrar de recibir esos mensajes, que irán junto con la colecta.

«Querido soldado», garabateo sobre la hoja. «Me llamo Gabriela y tengo 10 años. Espero que estés bien». Pienso en las donaciones acumuladas sobre el escenario y mis dos modestas bolsas. «Y espero que te sirvan estas cosas que te estamos mandando desde mi colegio». ¿Quién será el soldado que lea la carta? Miro por la ventana. No es fácil escribirle a un desconocido. «Gracias por pelear por nuestra patria», copio las palabras del periodista del noticiero de ATC. Algunos compañeros también se distraen, cruzan miradas. Veo volar una bolita de papel, desde un banco a otro. «Me gustaría que me respondas y que te vaya bien», completo mis cinco líneas. Y le dibujo todavía una bandera argentina.

Cuando termina la hora de clase, Palmieri pasa por los pupitres a recolectar las cartas. Dice que están muy bien; mira algunas. La mía no; la mete directamente en la pila.

«¿Terminaste la carta?», le pregunto a Cecilia en la hoja Gloria.

«Sí, ya está», me responde. Y debajo me pregunta:

«¿En tu casa están contentos con la guerra?»

«Claro», respondo rápido, justo cuando Palmieri acaba de escribir en el pizarrón la tarea para la próxima clase.

—Mañana saldrá la colecta con las cartas—nos anuncia antes de salir del aula.


* * *

Una noche, después de la cena, mamá entra a mi pieza y se sienta en mi cama, la de abajo. Pone su mano –me encanta el contacto de su piel algo rugosa pero igualmente suave– sobre la mía.

—Estamos preocupados por tu hermano—dice—. No queremos que vaya a la guerra. No va a ir.

—¿Y por qué tiene que ir? —Porque acaba de terminar la conscripción y pueden llamarlo en cualquier momento si esto sigue—contesta ella.

No se la ve nerviosa, sino decidida. Me explica de a poco. Si a mi hermano lo convocan a la guerra, y no va, lo vendrían a buscar por la fuerza. Pero si está en otro país y no se presenta al llamado de las fuerzas militares, se convertirá en un desertor. Rara palabra. Desertor. No podría volver a entrar al país. Por varios años no podría volver.

En casa piensan que lo mejor es que mi hermano se vaya cuanto antes a San Pablo, donde tenemos familia. Aunque se convierta en un desertor.

—Ninguna guerra tiene sentido—dice mamá—. Y esta, menos que menos.

Está tan decidida que me sorprende. No está enojada, sino totalmente segura de lo que tiene que hacer su hijo mayor.

—Se va mañana—me dice—. En micro, a San Pablo, a la casa de la Tante Greta.

Me la quedo mirando. Ella se alisa una arruga imaginaria en el pantalón con la otra mano, la que no sigue entrelazada con la mía. Y aclara:

—Ahora todavía puede salir, porque no lo llamaron. Pero más adelante, no sabemos. Aunque tiene el pasaporte alemán, lo mejor es que se vaya cuanto antes.

—¿Puede llevarse su ropa? ¿Sus cuadernos de la facultad?—es lo único que se me ocurre preguntar.

Mamá responde que sí, que por supuesto. Que la ropa y muchas cosas más. Pero lo más, más importante es que nadie, ninguno de nosotros, puede contar que mi hermano se está yendo del país. Si la gente se entera, puede empezar a hablar, poner en peligro su viaje. Ni los amigos de la familia. Ni mis compañeros de clase. Ni sus compañeros de oficina. Ni los vecinos. El secreto debe ser total.

Mi hermano no formará parte de las tropas. No peleará en Malvinas contra los ingleses. No será un soldado heroico en las islas recuperadas. No recibirá donaciones ni cartas. En cambio, se va en un largo viaje a San Pablo. Un viaje que puede convertirlo en eso, en un desertor.

—Ahora lo importante es que cruce la frontera a Brasil—dice mamá—. Sé que podés guardar este secreto.

Nos abrazamos en la cama. En medio del desconcierto, el olor a colonia 4711 me da una certeza.

—Todo va a salir bien. Ahora a dormir, que mañana hay que madrugar—dice. Baja la persiana y me tapa bien hasta arriba. Lo único que llego a pensar es si mi frazada será más calentita que las que mandan para las donaciones. Y si mi hermano necesitaría una para el viaje. ¿Cuánto se tarda en ómnibus hasta San Pablo? ¿Será más lejos que las Malvinas?


* * *


Todavía es noche cerrada. Vamos los cuatro en el auto; papá se quedó en casa. Dijo que no entrábamos. Se despidió de mi hermano en medio del living. Lo palmeó en el hombro, lo alentó con unas palabras en alemán. Mach’s gut. Que te vaya bien.

Mi hermano viaja en el asiento del acompañante; mi hermana y yo, atrás. Todos los semáforos nos esperan en verde. Nadie habla, tal vez porque tenemos mucho sueño. Mi hermano lleva un bolso sobre las piernas, con la comida que mamá le preparó para el viaje. Y la valija marrón está guardada en el baúl. Pienso en cuándo veré a mi hermano de nuevo. Pienso en Palmieri. En que tendré un secreto para guardar en el colegio, con los vecinos.

Casi nunca vamos a la terminal de ómnibus, únicamente cuando salimos de vacaciones. Y de golpe ahí está el edificio cuadrado, gris, en medio de la neblina. El coche es pesado, a mamá le cuesta estacionar. La puerta del baúl se abre con un quejido. Mi hermano no quiere que lo ayudemos. Lleva la valija marrón en una mano y la tira del bolso cruzada sobre el pecho.

—Tenés todos los documentos, ¿no?—pregunta mamá apenas entramos a la terminal.

—Sí, sí—le contesta él, caminando rápido. Ellos van adelante, mi hermana y yo los seguimos.

La terminal se muestra igual de desierta que el estacionamiento, aunque las boleterías están abiertas. En sus carteles se lee «Buenos Aires–Córdoba, el mejor», «Buenos Aires–Mar del Plata, express». Los negocios, en cambio, tienen las persianas bajas. Cuando llegamos al sector de internacionales, aparecen otros nombres como «Foz do Iguaçú», «Asunción del Paraguay» y, finalmente, «Porto Alegre–San Pablo».

Mamá averigua en una de las ventanillas. Un hombre, bostezando, aparece desde el fondo.

—Está llegando a la plataforma 46. Ya enseguida pueden subir—dice, pasando por alto que viajará mi hermano solo.

Caminamos hasta la zona de plataformas. El micro de Pluma es blanco, con ventanillas oscuras y chapa acanalada en su exterior.

Mi hermano despacha la valija marrón y se queda con el bolso. Después dice:

—Mejor subo.

Nos abraza a mamá, a mi hermana y a mí. Es un abrazo corto, apurado.

Esperamos a que se ubique junto a una ventanilla para saludarlo. Pero no lo vemos. Tal vez aún no encontró su asiento. Van subiendo más pasajeros. El bus se llena rápido. Rodeamos el micro, por si mi hermano se sentó del otro lado. El bus enseguida cierra la puerta y hace marcha atrás. Después toma el camino de salida de la terminal. No habrá saludo final de despedida. De a poco, se van perdiendo las letras azules de Pluma.

Con mamá en el medio, nos tomamos del brazo y enfilamos hacia el auto. Vamos en silencio, como arrastrando el peso del secreto. La caminata parece incluso más larga que la de la ida.

De pronto, mi hermana propone que caminemos al mismo ritmo, haciendo coincidir nuestros pasos. En un momento nos detenemos para arrancar las tres con la pierna derecha, pero tampoco así nos sale.

Nos sonreímos, apenas, por nuestra torpeza. Buscamos el auto, solo en el estacionamiento vacío. O nos buscamos nosotras. Caminando entre el manto de neblinas.



 

PH. Paola Liguori

(Buenos Aires – Argentina) Escritora, periodista y licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó tres volúmenes de cuentos: El pasado sabe esperar (2018), Todas las persianas bajas, menos una (2007) y Los signos transparentes (2003). Sus relatos integran diversas antologías y publicaciones de Argentina y del exterior. Es colaboradora de Infobae Cultura y La Gaceta Literaria y trabaja en prensa del Goethe-Institut Buenos Aires. Obtuvo varios premios y menciones en diversos certámenes literarios. Con su relato El jueves del sillón ganó el primer premio del XV Concurso Leopoldo Marechal en 2008 y La terraza fue elegido segundo premio del Concurso de Cuentos Victoria Ocampo 2015Nelly Arrieta de Blaquier.




(Ingolstadt - Alemania) Fabian Kozdon nació en Alemania. Es diseñador gráfico. Actualmente es director creativo de Ocha-Ocha. Ha ganado numerosos premios en sus país.

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