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Rogelio, un cuento de Jorge Torres Zavaleta

Por Jorge Torres Zabaleta


La verdad, dijo don Arturo, el asunto me sorprendió. No de entrada; era simplemente González Carranza, en su silla, con Rogelio, en dirección al bar de siempre.

Yo acababa de salir a la vereda y lo vi, como lo había visto dos veces por semana esos últimos tres años, siempre empujado por Rogelio, y pensaba que, Rogelio debía tener la paciencia de un santo. Vos sabés que yo no lo quise nunca a González Carranza, no, no se hacía querer, de acuerdo, pero, a pesar de eso, Martín, en cierta forma me alegraba verlo porque su recorrido ya era parte de mi propia rutina y eso me daba una especie de sostén imaginario en este último vagón de la vida. Así que no puedo negar que lo que sucedió en la esquina, a unos metros de donde yo estaba, me sorprendió considerablemente.

González Carranza se había mudado de su casa de Palermo Chico al departamento de Suipacha y Juncal. No, no era porque había perdido su fortuna, al contrario, se había vuelto considerablemente más rico. Como estaba harto de los problemas interminables del campo −sequía, trombas, inundaciones, huracanes que volteaban los árboles más importantes del parque y los gobiernos que siempre están en contra−, vendió la parte más improductiva al testaferro de un ex gobernador de Buenos Aires que, como es inevitable, había saqueado bien a fondo la provincia. Enseguida, González Carranza nombró un nuevo administrador, el de toda la vida no le servía hacía rato, y tuvo la visión, bien aconsejado por un nieto que andaba en eso, de comprar un montón de Bitcoins baratísimos.

Lo que había sucedido era que el nieto, impresionado de que en cada una de sus visitas González Carranza se quejara de todas las desgracias de ese campo al que ninguno de los jóvenes iba, creyó que él y los otros chicos de la familia se iban a quedar sin herencia y se había tomado el trabajo de explicarle con toda paciencia, docenas de veces, en realidad, los fundamentos de esa nueva moneda tan rara. De a poco el asunto le fue entrando y, como me dijo una vez, jerecito de por medio, cuando empezó a entender se dio cuenta de que era una gran oportunidad. Al principio ni se animaba a contarlo, además un amigo le había dicho rotundamente que era un esquema Ponzi. Pero González Carranza no era ningún tonto. El nieto le había contado innumerables veces lo que llamaba los fundamentos y al fin González Carranza entendió que el sistema… blockchain creo que se llama, implicaba una emisión fija de Bitcoin que encima se iba reduciendo. Cada transacción, le dijo el nieto, estaba bien encriptada, resultaba impenetrable, su plata era suya, absolutamente, y ningún gobierno le podía cobrar impuestos ni confiscarle los ahorros.

Ahí, el asunto de veras le había interesado a González Carranza, era muy partidario de no tener nada ver con los gobiernos, así que, aunque siempre desconfiaba, se dejó convencer y compró con la plata del campo, muy bien, en realidad baratísimo, una gran cantidad de monedas virtuales. Gracias a esa compra de algo que entonces casi nadie tomaba en cuenta, salvo los muy jóvenes, aumentó el potencial de su fortuna de un día para otro. ¿Qué hizo?, los retuvo a través de unos cuantos vaivenes y al fin, siempre desconfiado, y muy en contra del consejo de su nieto, que estaba segurísimo de que el Bitcoin iba a seguir viaje hasta más allá de los cien mil dólares, González Carranza vendió cuando pasó los sesenta mil.

Me dijo que los mercados alcistas siempre le habían generado desconfianza, uno podía quedarse atrapado sin red colgado a gran altura de un gancho y le ordenó, en realidad, le gritó a su nieto que no quería saber nada, que se los vendiera de una vez por todas, che y sin tanto reparo, pendejo pelotudo. Le gritó un poco más al otro día, el nieto al fin cumplió, él verificó todo y, hecho esto y siempre por consejo de ese nieto que estaba enojadísimo, compró una cantidad de dólares virtuales, los USDT, creo que le dicen, ¿no?, o así me dijo, y se sentó sobre esa plata a esperar a que el Bitcoin bajara. Al tiempo, cómo no, el Bitcoin cayó como un piano y cuando estuvo en veinte mil González Carranza decidió que se le presentaba otra gran oportunidad, le dio nuevas instrucciones al nieto, esta vez no tuvo que gritarle, y así recompró con parte de sus USDT una muy buena cantidad, casi el doble de lo que tuvo, era una montaña de plata, el nieto estaba encantado, habían salvado la herencia, todo eso iba a subir, seguro, abuelito, con los años ni siquiera podrían ver el techo. Bien o mal todo el mundo hablaba del Bitcoin y los pocos amigos que tenía González Carranza no se reían de él, sino que empezaban a tomar todo ese tema más en serio, aunque muchos seguían siendo muy derrotistas.

Así que ya ven, todo salió perfecto. No se mudó a Suipacha por falta de plata. Al contrario; lo que ocurrió fue que a esa altura el gran caserón de Palermo Chico tenía problemas por todos lados: cañerías, cables eléctricos, polillas, humedad, lo que se te ocurra. Él ya estaba viudo y como la casa le quedaba muy grande, decidió que era hora de desprenderse de una vez de las cosas que le molestaban, la vendió por lo que le dieran, −que fue bastante−, liquidó el asunto en dos meses y compró más Bitcoins todavía −de cultivos y de hacienda estaba más que harto−. Con todo lo que estaba pasando no quería saber nada más con el campo, vendió el casco con los otros potreros restantes y de un plumazo se sacó de encima todos los gastos de mantenimiento: había que arreglar la manga, reponer una cantidad de alambrados, sin hablar de los techos de la casa que eran un desastre y un enorme galpón de chapa que quedó muy ladeado por un huracán, tampoco ayudaban los cinco molinos que con el vendaval se habían enroscado sobre sí mismos y parecían unos sacacorchos. El nuevo dueño no era del palo y no tenía ninguna experiencia, comenzaba con el campo y estaba más que dispuesto a afrontar los gastos. Es más, estaba muy contento, decía que pensaba ir con su familia todos los fines de semana, a pesar del camino de tierra de sesenta kilómetros que cuando llovía se convertía en un lodazal.

Entonces González Carranza se mudó a un lindo departamento de la calle Suipacha, con una mucama de toda la vida, con la que, al morir su mujer, según era vox populi, tuvo sus revolcones. Elsa lo consentía mucho, pero lamentablemente murió al año y por entonces Rogelio había comenzado a trabajar para él. Al principio, uno lo veía por Arroyo, caminar solo a González Carranza con un buen saco sport o en invierno con un gran sobretodo inglés, pero al tiempo empezó a aparecer Rogelio, siempre tomándolo levemente del codo y por fin, como si el tiempo se hubiera acelerado de repente, llevándolo en la silla de ruedas azul, que algunos de los muchachos del bar apodaban El Bentley. Varias veces tomé un jerecito con él, una bebida civilizada, como me dijo alguna vez Eduardo y de alguna manera nos las arreglamos para conversar. Se había quedado con la sangre en el ojo por la derrota de Courvoisier y todavía se acordaba del caballo de Eduardo, Morning Glory, con bastante rencor. En realidad, esa derrota había iniciado la dispersión de su familia, porque su hijo y su nuera se habían vuelto, después de ese Pellegrini tremendo, a París, con Fabricia, que era la única persona que él realmente adoraba de su familia. Vos te acordarás bien de esa época, Martín. Era lindo verlos a ustedes tan enamorados. Pero, en fin, no quiero apartarme de mi historia ni remover tus recuerdos.

La cuestión es que González Carranza siempre fue medio perro. No sólo con Rogelio sino con todo el mundo y en el bar como no lo invitaba a su mesa, Rogelio se quedaba solo, a veces acodado en el bar, otras en una mesa aparte y a mí me dio lástima, así que de vez en cuando, se tomaba un café conmigo. Llegaban al bar y González Carranza se iba al fondo a leer el diario, a veces charlaba con algún parroquiano y con Rogelio empezamos a conversar. De a poco me contó que era ingeniero de higiene y seguridad industrial, venía de una linda familia de clase media con dos hermanas, una de las cuales era maestra y la otra enfermera, vivían en una casa de dos plantas con un jardín grande donde había un limonero, un peral, un manzano, un níspero de buen tamaño y una parra en un alero, pero lamentablemente ya no era posible vivir en Venezuela. Él jamás se hubiera podido comprar una casita así, no era como en la época de sus padres que la fueron construyendo de a poco. Su historia me sonaba conocida.

Así que se había venido a probar suerte a la Argentina, no quería quedarse encerrado en Venezuela, sin trabajo y con una hiper galopante. Sus padres lamentaron mucho su partida, aunque tenían su rentita, en dólares, por supuesto, y por más que la partida, señor Arturo, fue un desgarrón, me fui nomás. Lo único bueno, me dijo al tiempo fue que le dio la posibilidad de cortar con una novia de la que ya estaba un poco desilusionado. De Buenos Aires siempre había oído hablar. Uno vive la realidad de acá, pero para muchos latinoamericanos y provincianos nuestros, llegar a Buenos Aires es ampliar mucho el panorama. Así que Rogelio se tiró al agua. Llegó con muy poco respaldo, se fue al primer hotel que le recomendaron, cambió de hotel casi enseguida, empezó a buscar trabajo, fue a distintas empresas y no encontró ningún sitio que precisara alguien de su especialidad. Acá las cosas también estaban mal. No se dejó estar, trabajó en un kiosco, por un sueldo que era modesto pero que por lo menos era una entradita de plata, con lo poco que ahorraba compraba dólares, trabajó de taxista, se fue abriendo un camino, modesto pero digno. Todo esto fue emergiendo y yo le decía que tenía mucho mérito, pero recorriendo ese camino Rogelio tuvo sus inconvenientes; el GPS lo hacía dar unas vueltas rarísimas, los pasajeros se quejaban, a él no le resultaba grato ser taxista y no conocer bien Buenos Aires y resolvió buscar un trabajo que le diera tiempo para pensar qué quería hacer de su vida. Porque a esa altura ya había decidido que no se iba a quedar en la Argentina por razones que a mí me parecieron evidentes. Cuando llegaba al bar empujándolo a González Carranza, yo a veces lo invitaba a mi mesa, lo convidaba con un jerez y mientras conversábamos me preguntaba si se sentiría bien con ese trabajo de acompañante y cuasi enfermero que estaba muy por debajo de sus capacidades.

Así fuimos entrando en confianza y me fue contando algo de sus planes. Estaba tramitando una Visa de Estados Unidos y a la noche, cuando González Carranza ya no lo precisaba, estudiaba un curso de inglés por internet. Y mientras tanto ahorraba, porque lo que yo creo, señor Arturo, es que uno tiene que darle sentido a las cosas y yo prefiero llenar este tiempo con algo que me sea útil, si no, nunca voy a progresar, ¿no le parece?

Creo que Rogelio sentía que yo estaba bien dispuesto hacia él o por lo menos que me interesaba por su destino y poco a poco me fue contando algo que yo anticipaba: trabajar con González Carranza era un asunto bastante ingrato, por más que González Carranza tenía una nueva mucama y Rogelio solo tenía que abrir la puerta principal y llevarle el desayuno. Su verdadero trabajo consistía en estar a su disposición todo el día, hasta bien tarde, y a veces el modo de su jefe era tan áspero y desconsiderado que Rogelio se decía para darse ánimo que por más que fuera un déspota y un desgraciado, él ganaba un sueldo potable y que no se iba de esa casa sin tener la Visa; de lo de González Carranza se iba directo a Estados Unidos, don Arturo. Tenía amigos en Miami, en Venezuela todo el mundo estaba emigrando, parecido a la Argentina, che, él también iba a hacerlo, pero para que el trueque le saliera prolijo no tenía más remedio que aguantar. Lo malo era que González Carranza se volvía más intemperante cada día. Era como si con los años hubiera ido perdiendo ese control férreo de siempre que disimulaba un poco su mal carácter, la familia no venía, los nietos una vez que confirmaron que había aumentado la fortuna que ellos iban a heredar, lo dejaron solo, total iban a quedar bien provistos y tanto no faltaría para que crepara.

En cierta forma uno los entiende. Cuando él los invitaba a comer hablaba poco y se pasaba buena parte del tiempo mirando el plato como envuelto en un nubarrón negro y si decía algo era solo para quejarse de todo lo que pasaba en Argentina y ¿porqué no?, en el mundo. Los nietos, que solo miraban de vez en cuando las noticias por YouTube, estaban no solo aburridos sino hartos de su mal trato y humorazos.

Yo entendía que Rogelio estuviera más que cansado de todo eso, pero coincidía en que no era momento de hacer un cambio. Rogelio tenía un título que no podía usar en la Argentina, pero en Estados Unidos era posible que fuera valioso y le aconsejé que le tuviera paciencia a González Carranza, lo de la Visa era clave para que partiera en buenas condiciones, si no esa aventura no era posible. Y así quedó la cosa hasta que un día se me ocurrió presentarle a Rafael. Porque en realidad, pensé, lo que Rogelio realmente necesitaba era un amigo de su edad con el que pudiera charlar, y a lo mejor irse por ahí a jaranear un poco le resultaba divertido. Hay una cantidad de lugares en Buenos Aires donde si sos presentable las mujeres se te acercan y eso puede ser una oportunidad para pasarla bien, por más que ellas quieran gastarte la plata. Y a lo mejor alguna se aficiona a vos y esas casi siempre son más leales que muchas otras que la juegan de honestas.

Yo lo viví en mi época, pero cuando reinicié mi amistad, debería decir mi relación, ya platónica, con Mora, todos esos asuntos ya quedaban lejos. Ambos estábamos solos y a partir de ahí estuvimos en total concordia. Hablábamos por teléfono todas las mañanas y dos veces por semana, al mediodía, nos íbamos a tomar un copetín a La Rambla y así podíamos charlar de los viejos tiempos en París y volvían a desfilar los escenarios nocturnos de nuestra juventud, El Florida, el Garrón y el Palermo y por supuesto la memoria tan querida de Gardel. Me gustó hacerles ese favor tanto a Rogelio como a Rafael. Hasta pensé que le haría mucho bien a Rafael que, al fin y al cabo, gracias a las enseñanzas de Mora donde había estado veinte años, tal vez se había malacostumbrado y sentía que madame Mora, como siempre la llamaba, fue la gran maestra que le hizo conocer aspectos interesantes de la vida a los que él no había tenido acceso. Muchas veces le ofrecieron un mayor sueldo para servir en otra casa, pero él se negó. Mora tenía como siempre todo previsto, le dejó un pequeño legado y dispuso que si ella no estuviera, él debía presentarse en mi departamento, ya había conversado conmigo sobre el tema y yo le había dicho que sin duda lo iba a tomar, qué más quería. La verdad es que Rafael era un lujo para esta época.

Así fue. A los dos días de la muerte de Mora, Rafael se presentó en mi departamento, yo andaba medio alterado porque había despedido a unos caseros que me robaban y a partir de entonces él se encargó de todo. A los cinco minutos ya me había traído un jerez y a partir de entonces fue como tener un guardián, y eso me venía muy bien. Entre Mabel que cocinaba y Rafael que me atendía, estaría acompañado. Porque a esa altura a nadie le gusta, por más que diga que sí, estar en su casa solo.

Así que al rato hablé con Rafael, le conté el caso de Rogelio, le pregunté si tenía inconveniente en conocerlo y llevarlo un poco por Buenos Aires. Él se mostró conforme, a su manera siempre reservada, por supuesto, y yo pensé que la compañía de Rogelio, que era bastante parleta, a lo mejor le hacía bien y que entonces yo podría contarle más historias del turf y de París. Él como siempre se mantenía en su rol de valet. Un actor que no interpreta su papel, pensaba yo, sino que lo vive plenamente, demasiado de buena fe, digamos, y que por lo tanto sobreactúa de una manera limitada, y eso me disgustaba porque quería tener un diálogo más espontáneo.

Así que los presenté, les dije que ese sábado se fueran a tomar algo y por lo poco que me dijo Rafael después, me pareció que se llevaron muy bien. Rafael ahora tenía compañía para sus días francos y más de una vez los encontré en la cocina meta charlar y tomar mate. Rogelio se había aficionado a nuestra infusión y la verdad es que a partir de entonces Rafael se fue aflojando conmigo. Rogelio me confió que fueron a varios lugares nocturnos en Las Cañitas y Recoleta, la pasamos lo más bien, don Arturo. Ambos apreciaban la compañía femenina y se hicieron medio compinches y eso no les venía nada mal. Por supuesto que seguían cumpliendo con sus trabajos con mucha eficacia, así que el asunto no se arruinó por ese lado. González Carranza me dijo un día que Rogelio era eficiente, fue lo máximo que le oí decir, una gran ponderación para lo que era él. Por su parte Rafael seguía imperturbable con su rutina y la verdad es que las cosas iban bien, excepto, me dijo Rogelio una vez en el bar, que González Carranza estaba cada vez más rabioso y añadió con cierta desesperación que a él no le llegaba nunca la Visa. Convivir con González Carranza se le hacía cada vez más cuesta arriba y algunos días tenía que aguantarse de darle un piñazo. Porque Rafael le estaba enseñando el argot del Buenos de mi época y a ambos les divertía intercambiar modismos de sus respectivos países y yo veía que el lenguaje de Rogelio se iba aporteñando y eso me parecía una buena señal de su parte.

Pero no hay que olvidar, Martín, que Rogelio era un ingeniero, con su especialización, así que resultaba muy difícil aguantar un patrón así, por más que lo intentara. Como tantos venezolanos estaba sobrecapacitado para lo que es nuestro país ahora y con el correr de los meses lo fue irritando cada vez más que la mala suerte lo tratara así. Porque González Carranza, cada vez más solo, se desquitaba con él de todas sus frustraciones. Yo sabía que nunca había tratado bien al servicio. Me acuerdo todavía de lo mal que la pasaba su chofer en la época de las carreras cuando Courvoisier y el crack de Eduardo se disputaban la preminencia de ser el mejor potrillo de la temporada. En esa época se decía que cuando el chofer lo conducía al stud a González Carranza le daba bastonazos en la cabeza desde el asiento de atrás, pero yo creo que esa historia es apócrifa.

Como vos sabés el café donde voy todas las mañanas tiene desde siempre mucha gente de edad. De vez en cuando sopla como un vendaval y muchos desaparecen como hojas secas de otoño. Yo ya había visto varias incursiones de la Parca que en unos pocos días se había llevado a unos cuantos viejitos de un guadañazo, mientras tanto varios de los sobrevivientes habían quedado reducidos a sus sillas de ruedas y a Rogelio, le sugerí una vez, que con su patrón y los otros cuatro o cinco octogenarios que andaban pululando sobre ruedas podrían hacer un congreso. No creo que a Rogelio le divirtiera mucho el chiste. Para un muchacho todavía joven la gente de edad, y más cuando encima es un mal patrón, puede ser una combinación realmente letal. Hay que recordar que él en la Argentina no había podido conectarse con sus pares; profesionales, te quiero decir. En lo de González Carranza no se iba a pulir como Rafael, que venía de un ambiente más humilde, no de una familia de clase media. Lo que para Rafael fue como subir una escalera que lo llevaba a un piso alto, para Rogelio era un puro descenso donde había perdido su libertad. Cierto que tenía esperanzas de que algún día le llegara la Visa, pero mientras tanto había que aguantar el día a día que se le hacía cada vez más insoportable. El opa de González Carranza no hacía más que maltratarlo. Yo ese día los miraba bajar por Suipacha hasta el bar y me disgustó ver que González Carranza enarbolaba el famoso bastón que usaba desde la época de las carreras, entonces más como un adorno que como una necesidad, y mientras Rogelio empujaba el carricoche, él lo iba retando cada vez más exaltado y los gritos se oían a media cuadra. Pero hubo una cosa que esa mañana me llamó poderosamente la atención. Rogelio estaba sonriendo, con los labios muy apretados, pero sonriendo, confirmé, mientras se acercaban. Lo de González Carranza daba vergüenza ajena, no dejaba de temblequear con su bastón, estaba totalmente descontrolado y yo me preguntaba cómo Rogelio lo podría aguantar más.

Era una de esas mañanas de otoño bastante frías. Ellos venían avanzando por Suipacha, ya por llegar a la esquina de Juncal, donde pasan muchos autos, taxis y colectivos. Ya estaban enfrente, y levanté la mano para saludarlos. Ahí me pegué un susto bárbaro porque veo que de pronto Rogelio, va y empuja con toda su fuerza y toda la furia contenida, y cruza la silla contra el frente de un gran ómnibus, naranja y amarillo, que venía por Juncal a toda velocidad. Al largarlo, Rogelio gritó con una especie de rugido «Ma sí», en un tono bien porteño, tal como le había enseñado Rafael.

Cerré los ojos y ahí nomás oí el golpe, no sabés lo que fue. Los abrí justo para ver que el ómnibus daba como un salto y de repente veo que ante mí pasaba una rueda finita y bastante abollada en un recorrido cada vez más sinuoso para caer vibrando como un plato donde está el angelito sobre la fuente de la placita de Arroyo. Enseguida una pequeña multitud empezó a agolparse, pero según lo que alcancé a ver, Rogelio no andaba por ningún lado. La verdad, Martín, me parece que fui el único testigo que vio todo. Al reaccionar entré, me fui a mi mesita de siempre, le pedí al mozo un whisky doble y no comenté nada. Mientras tanto el chofer se había bajado. La gente estaba indignada, todos decían que era su culpa y nadie había visto nada de Rogelio. Al rato veo que llega el SAME con una ambulancia. Miraron bajo el chasis del colectivo, pero González Carranza estaba, me dijeron, como envuelto en los restos de la silla, más allá de cualquier auxilio.

En cierta forma lo de Rogelio era lógico. Claro, capaz que no era para matarlo a González Carranza, pero como ese viejo malandra se había pasado la vida basureando a todo el mundo era una fija que en algún momento alguien haría algo al respecto. Así que me volví a casa y comprobé que, tal como yo pensaba, Rafael me estaba esperando. Rogelio había pasado a despedirse y le dijo que él y yo éramos las personas que mejor lo habíamos tratado en la Argentina y, lo más importante, que el día anterior, al fin le había salido la Visa. Ahí me expliqué muchas cosas.

Apenas terminaron de hablar, Rogelio había partido enseguida al aeropuerto. Se iba a Miami donde tenía varios compatriotas amigos, en realidad hacía rato que se preparaba para ese momento. Antes de irse le dejó a Rafael un libro envuelto para regalo y le anunció que era una sorpresa y que lo abriera en media hora. Me dejó muchos saludos y le comentó que yo era una excelente persona, completamente distinto a González Carranza y que había sido un gran placer conocerme.

Bueno, pensé, así es la cosa. Y le conté a Rafael lo que había pasado, y él y yo coincidimos en que era mejor no hacer nada. Al contrario, había que darle a Rogelio un tiempo prudente para subir al avión y rajar.

A la tarde llamó el nieto de González Carranza que lo ayudaba con la computadora, y me dijo que su abuelo y Rogelio no habían vuelto a casa y si yo sabía algo al respecto. Enseguida me informó que se venía ya para mi casa, tenía algo urgente que contarme, y Rafael y yo nos quedamos a esperarlo.

Cuando llegó, apenas me saludó del disgusto que tenía y me contó que Rogelio había hackeado la computadora y que no había nada en la billetera electrónica. Yo venía sospechando que algo iba a pasar. Rogelio realmente había hecho su juego a fondo y como los nietos me parecían unos aprovechadores, dignos familiares de González Carranza, pensé que él iba a darle un mejor destino a la plata y no me preocupé más. Los nietos, me dijo, estaban desesperados, pero como tampoco lo habían tratado bien a González Carranza la verdad es que no me hice mala sangre.

Al día siguiente, Martín, recibí por el celular un llamado de Rogelio. Estaba muy agradecido de que no lo hubiera denunciado, sabía de sobra que yo había visto todo y me mandaba un gran abrazo. Yo le dije que Rafael estaba sorprendido por el libro, que ni podía cerrarse con todos los fajos de dólares que él le había puesto.

De vez en cuando nos llega un e−mail de Rogelio, con Rafael hablan a veces por teléfono, y me dice que está muy contento porque Rogelio le da indicaciones muy precisas para operar de la mejor forma con su propia billetera electrónica.

A partir de entonces, Martín, mi vida y la de Rafael volvieron a su ritmo, Rogelio le había dejado una muy buena cantidad y yo, imaginate, estaba contento de que le hubiera ido tan bien. Tal vez por los vaivenes de todo el asunto se había abierto un poco más conmigo, y ahora me es más fácil contarle no solo mis cuentos de las carreras sino mis aventuras en París y eso me gusta porque como vos, Martín, él es muy buen oyente y creo que aprecia esos cuentos.

En el barrio no saben nada, en el bar tampoco, así que el secreto de Rogelio está más que seguro, y el otro día me dijo por WhatsApp que se había comprado una linda casa en Miami, al lado del mar en no sé qué barrio elegante y les pagó el pasaje a sus padres y hermanas para que se vinieran a vivir con él. También nos invitó a mí, a Rafael, y, desde ya, a vos también, Martín, que siempre has sido muy gente con él, y dijo que iba a estar más que contento de recibirnos a los tres. Sería una gran reunión, estaría encantado de vernos. Te aclaro que Rogelio ahora es un gran millonario y como tiene cabeza, está haciendo muy buenas inversiones. Está más allá de la inflación de EEUU; pobres, todavía no saben en la que se han metido. Rogelio nos dice que según parece muchas de las otras monedas virtuales están muy baratas, recién empezando, digamos. Dice que algunas pueden saltar disparadas en cualquier momento. Te digo una cosa, voy a seguir algunas de sus recomendaciones, sí, en serio, che. Él me va a asesorar. Y ahora, para cerrar mi historia, te cuento que encima me dijo que nos había mandado tres pasajes a Miami para que vayamos a visitarlo, porque de verdad nos está muy agradecido. Naturalmente Rafael y yo aceptamos, pero después de un tiempo porque no queremos dar lugar a ninguna sospecha ni que haya un rastreo que destape la olla.

Así que, esa es la historia, Martín, y de paso: dentro de dos meses, digamos, ¿querés venirte conmigo a Miami, a pasar unas semanitas con Rafael y con Rogelio? Acordate que nos mandó tres pasajes, así que, según creo, lo tenía todo previsto.


 

(Ciudad de Buenos Aires - Argentina) Nació el 30 de junio de 1951. Sus ficciones, testimonio fiel de nuestra identidad cultural, transitan principalmente por el género fantástico, la novela histórica y la literatura rural. Ha publicado las novelas Dos criadores. Las últimas luces (Ediciones Del Dragón, 2020), El dueño anterior (Indie Libros, 2019), El malón grande (Indie Libros, 2017), La noche que me quieras (Emecé, 2000), entre otras. Es autor de la obra ensayística Bioy Casares o la isla de la conciencia (Editorial Sur, 2014). Sus últimos libros son Cuentos elegidos (Ediciones del Dragón, 2021) y Samuel Johnson. El hombre y el mito (Ediciones del Dragón, 2022).

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