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Perfectos dragones, por Agustina Bazterrica

Actualizado: 15 jul 2021

Por Agustina Bazterrica


Ilustra Alison Lara Vega


Un cuento oscuro de la afamada escritora argentina. Un microuniverso, de pesadilla, donde las sombras se tragan todo. Entre el terror y lo fantástico, un cuento que dialoga con Lovecraft y con Silvina Ocampo, pero con una voz propia y original.



Estaba la de ojos grises. Era un lobo. Con los colmillos fragmentaba los sueños de las que estábamos ahí, encerradas. Cultivaba el horror, lo saboreaba con el gris de la mirada.

Estaba la del pelo rojo. Era blanca. En el centro de los ojos se escondían dragones. Oscuros, perfectos. Dormía, la obligaban a dormir. Era la que me podía salvar, pero no lo sabía.

Y estaba yo, la que necesitaba escapar, la que se negaba a terminar con el frío incansable de las paredes mezclándose con mi sangre. La que sabía que los dragones tenían que despertar para que nos llevaran lejos. Ellos, los dragones, viven dentro de algunos, de pocos. De aquellos que tienen la energía pura, el aura brillante que no nace de la razón. Son dos. Duermen uno detrás de cada párpado.

Alguien nos metió en este lugar porque nacimos con la capacidad de ver. Los otros, los que están afuera, odian nuestros mundos. Ellos no quieren tolerarnos, como el Lobo, que está adentro, pero es de afuera.

No importa cuándo llegué. Es imposible saberlo porque, en este lugar, el tiempo es devorado por los gritos, crucificado por el silencio. Sé que si no logro huir, mi espíritu va a derramarse sobre la mesa de la Sala Nueve, la del pánico, la sala donde el Lobo se dedica laboriosamente a punzar, inyectar, derruir cada espacio de la conciencia. Lo sé, porque la ví.

Se lo hizo a la que llamaban número Cincuenta y dos. A la que ahora babea durante todo el día. A la que apodaron «vegetal», a la que se pudre en una silla y nadie quiere tocar. Intenté hablarle. No me miraba. La tomé de las manos y le dije: «Vi lo que te hizo. Es peor que la muerte. Hay que matarla». Tembló un poco. No respondió. Hubo risas nerviosas, de las otras, porque era evidente que Cincuenta y dos ya no existía. Les grité: «Voy a matarla y me voy a escapar». «No se puede matar lo que no tiene vida» me contestó Treinta y ocho, la líder, el perro más lúcido de la manada. Se acercó, hizo la señal de la cruz sobre mi cabeza y dijo: «Condenada».

El Lobo despertó a Cincuenta y dos una noche y la arrastró por el pasillo directo a la Sala Nueve. Las seguí. Sabía esconderme. Es mejor que nadie sepa que una existe. Es mejor convertirse en otra cosa: en un muro, en la oscuridad.

Caminé despacio, cuidando que mis pisadas se transformaran en la suciedad hiriente de las baldosas. Me saqué el camisón. Así, sólo con la piel, era invisible. Pude llegar a la Sala Nueve porque el calor metálico y espeso de las sombras ya estaba dentro de mí. Me asomé por la ventana de la puerta. El Lobo había acostado a Cincuenta y dos en la mesa plateada. Vi que le inyectaba algo, un líquido azul. Cincuenta y dos miraba sin entender, llorando. Los ojos grises del Lobo brillaban. Parecía que de la boca iban a salirle dos colmillos negros. Lamía el dolor de Cincuenta y dos, lo retenía en el aire para respirarlo.

En otra mesa estaba La del Pelo Rojo. Nunca la había visto. Dormía. Era tan blanca que flotaba. Era mármol, pero sin peso. El Lobo husmeó, dejó una garra quieta en el aire. Se detuvo para asegurarse de que lo que escuchaba era mi olor, el sabor del miedo y del deseo que se filtraba por la puerta, queriendo tocar a La del Pelo Rojo, queriendo despertarla. Pero me fui, escapé.

Treinta y ocho se despertó esa noche y me echó del cuarto. «Los condenados duermen cerca de los verdugos». «La voy a matar». «Imposible. Ella te está matando a vos». La manada obedeció al perro astuto y comulgó en el ritual de golpearme, arrastrarme y echarme de la sala del sueño. Esa noche y las siguientes dormí en un hueco, cerca de la Sala Nueve, cerca de La del Pelo Rojo. Ella había nacido con los dragones, uno detrás de cada párpado. El Lobo también lo sabía, por eso la obligaba a dormir, para que los dragones no pudieran despertar y llevarnos lejos con sus alas negras.

El Lobo cuidaba de su refugio, del espacio sagrado para el tormento. Sabía que no iba a permitir que me acercara a los dragones. Si me descubría, iba a acostarme en la mesa para jugar con mis alaridos. Pero, desde que la había visto, necesitaba ir. No podía dejar de visitarla, como lo hacía todas las noches, a la misma hora, después de que el Lobo se iba. Me dejaba absorber por la transparencia opaca del aire y entraba. Abría la puerta de la Sala Nueve sin hacer ruido. Me escondía detrás de los armarios. A veces usaba el vestido blanco, volviéndome una polilla. Otras, usaba la piel.

La primera vez que vi a los dragones fue cuando me acostumbré al silencio que goteaba de los huecos. Me acerqué a la mesa en la que dormía y la miré. Respiraba lento, profundo. De tan blanca parecía que iba a desaparecer, pero, al mismo tiempo, el aura de su cuerpo vibraba, envolviendo cada espacio, cada objeto, transformando las sustancias, dándoles otro color.

Empecé a hablar.

Despacio. Como dormida.

Mi aliento empapó el camisón de La del Pelo Rojo, que se le pegó al vientre. En el aire nacían aullidos y cristales grises.

Las palabras eran húmedas. La mujer roja respiraba con fuerza. El murmullo cayó por la mesa, trepó por las paredes. La voz le acarició las piernas y la espalda y los gemidos se deslizaron por mi cuerpo, se metieron en la boca de La del Pelo Rojo, en los dedos. Los sonidos se clavaron en las manos de la de cuerpo traslúcido, púrpura, que tembló. Apoyé mi cabeza sobre la tela mojada y toqué los sueños que nacían del vientre de La del Pelo Rojo. Vi los dragones. Negros, perfectos, dos. Querían extender las alas, volar al centro de la tierra, al interior de todos los cielos. Supe que tenía que despertarla, dejar que los dragones nos llevaran lejos. Era necesario que ella abriera los ojos.

Una gota de silencio cayó en el piso. Despertó a La del Pelo Rojo que me abrazó. En el aire reptaban las garras del Lobo, despacio, buscando.

Escapamos por el pasillo. Lo hicimos con la lentitud a la que obliga el espanto. Ayudé a La del Pelo Rojo a caminar, pero ella no podía mover las piernas. La arrastré hasta un hueco en la pared. Apoyé su cabeza contra el muro y noté que no podía mantenerse despierta. La tomé de la cara, le dije: «No te duermas, por favor, los dragones tienen que salvarnos». Creí ver un colmillo, brillante, negro. Le hablé al oído: «Ella nos busca». La del Pelo Rojo me miró intentando abrir los párpados y quiso decir algo. Las palabras estaban suspendidas en el vientre, junto a los sueños. La miré a los ojos y vi, en el centro, a los dragones. Oscuros, inmóviles. Acaricié a La del Pelo Rojo y le dije: «Voy a matarla. Voy a clavarle esto. No te vayas». Le mostré una jeringa que había robado. Me fui.

Sin esconderme, corrí por los pasillos buscando al Lobo. La encontré en la Sala Nueve, desquiciada, husmeando los rastros del cuerpo rojo, de la mujer que obligaba a dormir. Entré. Treinta y ocho estaba ahí, ayudando, aprendiendo. Me vió parada en la puerta. Mostró los dientes de perro fiel y gritó: «Ella. Condenada». El Lobo gruñó. El negro de los colmillos se clavó en el aire. Treinta y ocho me cercó entre la mesa y la pared. Intentaron sacarme la jeringa. Me deslicé por la transparencia de la luz, por el vacío de las paredes y logré sorprender al Lobo por detrás. Treinta y ocho ladró: «Cuidado». El Lobo se dió vuelta. Quería golpearme. Me convertí en el frío de la mesa plateada y le clavé la jeringa. Treinta y ocho intentó atraparme, pero resbaló. Quedó inconsciente por el golpe contra la mesa. En el piso, el Lobo gemía. Gemía de dolor.

Volví al hueco. Le dije: «Podemos irnos». La del Pelo Rojo lloró, sonriendo. Los dragones cayeron al piso, encerrados en una lágrima. Perfectos, dos. Extendieron las alas. Subí a La del Pelo Rojo a uno de ellos. Creí sentir el rasguño gris de la mirada del Lobo. Me subí al otro. Ya en el aire, volando, vi que La del Pelo Rojo caía atrapada por los aullidos. Quise gritar, pero las ráfagas de aire me lo impedían. Quise saltar, quise volver, pero los dragones escapaban lejos. Yo me escapaba del Lobo, de la humedad negra, de la mesa plateada.


 

A veces vuelo y nunca paro. Vivo en el aire, sin caerme, sin tocar el suelo. Veo sin ojos, uso los de los dragones. Extiendo mis alas perfectas y soy parte de la expansión del universo, de la muerte de las estrellas, del canto nocturno de los pájaros, del aura de la tierra.

Otras, pienso que nunca me fui, que los únicos que huyeron fueron los dragones, pero, por momentos, siento que vuelo al interior del mundo, al centro de todos los huracanes, al ras del mar, en lo profundo de las nubes. A veces, veo a La del Pelo Rojo besándome con las palabras. Siento la piel blanca acariciando mis labios.

Otras, creo que todavía estoy en el hueco, en la pared, tocando el pelo negro del Lobo que me sonríe, con el gris incansable de los colmillos.



 

Las obras que ilustraron el cuento son:

Mujer luz. Óleo sobre tela (2018).

Lobas. Óleo sobre tela (2017).


PH. Denise Giovanelli
PH Denise Giovanelli

Agustina Bazterrica (Buenos Aires - Argentina). Nació en 1974. Es licenciada en Artes (UBA). Publicó las novelas Matar a la niña (2013) y Cadáver exquisito (Alfaguara, 2017; Premio Clarín Novela), que dio lugar a numerosas traducciones, presentaciones en festivales y ferias del libro, lecturas en escuelas y en distintos eventos del país y del extranjero; fue publicado en Francia, Finlandia, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Taiwan, entre otros paises. Su último libro, Diecinueve grarras y un pájaro oscuro (Alfaguara, 2020) es la edición revisada y ampliada del volumen de cuento publicado en 2016 con el título Antes del encuentro feroz. Varios de sus textos fueron premiados (Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires«Cuento Inédito 2004/2005» y Primer Premio del Concurso Latinoamericano de Cuento «Edmudo Valadés», Puebla, México, 2009, entre otros). Bazterrica es gestora y curadora cultural del Ciclo de arte «Siga al Conejo Blanco». Coordina talleres de lectura y escritura. Podés seguirla en @agustinabazterrica


Alison Lara Vega (Santiago - Chile). Nació en 1986. Ilustradora, dedicada también a la pintura en óleo. Oriunda de la periferia de la capital chilena basa sus temáticas en el paisajismo, retratos y artes corporales, así como también en la ilustración infantil. Ha desarrollado su trabajo en diversas técnicas pasando por la pintura, el dibujo y la ilustración. Realizó sus estudios en el instituto profesional de artes Arcos, en Santiago de Chile, y su formación de pintura didácticamente y con el pintor Fredy Martínez, el dibujante Juan Bustamante y el artista visual Ricardo Villarroel. Su trabajo ha sido exhibido principalmente en las periferias de la capital de Santiago, de donde extrae la gran mayoría de sus contenidos. Podés ver más de su obra en: @alisonlaravega


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