Por I. S. Asturias
Fotografías de Gisela Paggi
@giselapaggiart
Llamó al número del anuncio porque creía que, después de su ruptura, sería una buena compañía un perro caniche. De esos con los que la gente presume y hasta adquiere cierto status social. Solía ver por las plazas a esas viejas coquetas de pelos cobrizos amarradas a esos pequeños animalitos velludos y recordó que ella tenía a favor su juventud, como para no convertirse en un cliché.
Llegó a una casa sencilla. Una pequeña reja dividía la vereda de la entrada. Algo totalmente inútil, creyó, porque de nada resguardaba de un asalto y, a lo sumo, agregaba el trabajo de abrirla para salir o entrar. Hasta creyó que era más fácil saltarla que abrirla desde la diminuta manija, empujarla con todo su ruido de bisagras oxidadas y así traspasarla.
Al segundo de haber tocado el timbre, un anciano abrió la puerta, como si estuviera esperando ansioso. Esto hizo que se sintiera incómoda por haber llegado diez minutos tarde. El hombre no presentaba nada que lo diferenciara de cualquier anciano que camine por la calle, que haga fila en un banco o que se cuele en la carnicería. De inmediato la invitó a pasar, con esa gentileza propia de la tercera edad, que roza la inconsciencia. Porque ella podría haber sido una secuestradora o una asesina serial. Supuso que su forma tan correcta de vestir hizo que el viejo sintiera confianza ante su presencia y no tuviera ningún tipo de reparo.
La casa estaba decorada tal como se la había imaginado unos segundos antes de entrar. El estilo kitsch hacía que tuviera la sensación de haberse metido en una máquina del tiempo que la dejara en 1973.
Luego de las presentaciones de rigor y de las conversaciones inútiles sobre el clima, el hombre fue hasta el fondo de la casa, donde estaba el patio, para traer al caniche en cuestión. Ya tenía 3 años, lo cual le resultaba perfecto, porque dudaba de tener la paciencia para lidiar con un cachorrito inquieto.
En el tiempo en que tardó el viejo en traer al perro, se perdió mirando una vieja fotografía que, de forma estratégica y central, estaba colocada en el modular sobre una carpeta blanca tejida al crochet. Sin duda ese joven era el viejo y la muchacha de al lado, vestida de novia con un velo larguísimo, sería su mujer. No hubiese podido determinar si estaba viva o muerta y supuso que la sutil confianza que la charla les había dado no alcanzaba para preguntar.
En esa fotografía, y en el detalle de las flores chiquitas que formaban el ramo, estaba cuando escuchó abrirse la puerta del fondo y ahí vio al anciano entrar nuevamente. Tiraba de una correa a un cerdo rosado. Una fina capa de pelos blancos le cubría todo el cuerpo y caminaba torpe con sus patas cortas.
Se paralizó ante la sorpresa. Por un tiempo aparentemente largo creyó que el hombre le estaba jugando una broma. Que detrás del cerdo aparecería el caniche moviendo su colita, saltando nervioso como todos los caniches. Pero nada apareció más que la enorme sonrisa del sujeto diciendo «acá está Mondonguito. Puede cambiarle el nombre, pero es que él está muy acostumbrado ya a que lo llamen así». Lo que siguió fue una historia interminable de por qué tenía que regalar a Mondonguito mientras la mirada sorprendida de la mujer no daba tregua. La boca se le había abierto ligeramente y el entrecejo estaba contraído de forma extraña.
El hombre tenía que deshacerse del cerdo porque había pertenecido a una antigua amante que, desgraciadamente, había muerto el mes anterior. Él pretendió hacerse cargo, pero al llegar a la casa, su esposa lo ultimó para que lo hiciera desaparecer. «Probablemente porque es un cerdo» pensó para sí misma, pero no lo dijo en voz alta.
-¿Qué le parece Mondonguito?- preguntó el viejo.
-Creo que hay un error. Yo venía por el anuncio de un perro caniche - contestó.
El hombre la miró extrañado, como si ahora fuera ella la bromista.
- Pues sí. Y acá está. Está un poco gordito porque la Tere le daba mucho de comer. Pero con salir un par de veces a pasear va a volver a ponerse en forma, ya verá.
No supo bien qué contestar. Decidió que no iba a perder más tiempo en semejante escena y lo inquirió en forma directa, diciéndole que aquello no era un caniche, sino un cerdo. El anciano se quedó duro. Entrecerró el ojo izquierdo y su mirada fue derecho a posarse sobre Mondonguito. Sus rulitos blancos y sus ojos vidriosos no mentían. Se había sentado sobre sus patas traseras tratando, él también, de entender la situación.
A los ojos de la mujer, Mondonguito dejaba caer una mucosidad traslúcida de su hocico redondo y dos pequeños colmillos asomaban por encima de sus labios superiores. Tuvo que reconocer que le pareció mucho más agradable de lo que se hubiera imaginado. Ella, que nunca antes había estado frente a un cerdo vivo.
El silencio se volvió embarazoso. Por un momento esquivaron el cruce de miradas. Ella, esperando que el viejo reconociera que aquello no era un caniche sino un cerdo, o que al menos le admitiera que había sido un chiste de mal gusto. El viejo, exactamente lo mismo, salvo que esperaba que ella reconociera que Mondonguito era un perro precioso.
La incomodidad la rompió él.
-Señora, ¿usted cree que yo no sé distinguir entre un perro y un cerdo?- inquirió, mirándola seriamente y sin un dejo de humor que alejara la duda de si aquello era una charada. -Mire su pelo enrulado, su hociquito, su cola que parece un pomponcito, la lengüita afuera. Es un perro. -Con todo respeto, señor, eso no es un perro. Mire usted el hocico chato, el pelo raleado, esa mancha café al costado del lomo, las orejas rosadas, la cola retorcida. ¡Es un cerdo!- Contestó ya sin paciencia.
Desviaron la mirada otra vez. Ella volvió a ver el retrato del feliz matrimonio. «Así que falta la Tere en esa foto», pensó. ¿Dónde estaría la señora? Ayudaría mucho a zanjar la discusión. Volvió a observar a Mondonguito. Él ladeaba la cabeza y le devolvía una mirada de amor, quizás hasta de súplica, como si fuera consciente de que estaba en una casa donde no lo querían.
-Señora, voy a ser franco. Este perro es lo único que me quedó de la Tere, que Dios la tenga en la gloria. Mi mujer me va a echar con perro y todo a la calle si se queda una hora más en esta casa. Si lo quiere bien y si no, ya le encontraré un dueño que vea lo lindo que es, lo cariñoso y bien educadito. No una fina que lo ve como un chancho. Pobrecito.
La mujer lo miró. El cerdo se había levantado y olfateaba el suelo pegando su hocico a los cerámicos, como si hubiera reconocido el viejo aroma de algún alimento que se habría caído al suelo días atrás. De pronto encontró una miga de pan y, ansioso, la lamió. En ese momento supo que Mondonguito tenía, por lo menos, una virtud que su ex no tuvo jamás: no dejaba migas tiradas por el piso. Salió de la casa, abrió la reja otra vez y el mismo sonido de las bisagras chirrió rompiendo la quietud de aquella cuadra. Detrás de ella, los pasos cortitos de Mondonguito la seguían con cierta felicidad.
(Valencia - España) I. S. Asturias nació en Argentina. Se ha dedicado a las letras y a los libros durante toda su vida.
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