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Misteriosamente encantadora

Por Axel Díaz Maimone


Ilustra Mirabella Stoor


Edición N37 - Especial Silvina Ocampo

Sobre la mesa, decenas de fotografías, papeles, dibujos, algunos sobres y una carta. Una carta que explica todo, porque es, al mismo tiempo, un legado y el compromiso que surge de una tácita promesa: no olvidar.

La mujer que aparece en las fotografías es la misma que hizo los dibujos y que escribió varios de aquellos papeles desteñidos por el tiempo: Silvina Ocampo. Mirando el conjunto, se advierte que las imágenes no solo representan momentos de la vida de la escritora, sino que también hablan por sí mismas y permiten descubrir a una de las mujeres más inteligentes y originales de la Argentina.


Es difícil hablar de la imagen de alguien que se resistía a perpetuarse en las fotografías. En el caso de Silvina, aunque se negaba a dejarse fotografiar, tuvo siempre una estrecha relación con la imagen.

Cuando era chica, era el modelo preferido de su hermana Victoria, que no se cansaba de retratarla. Pero luego, en la adolescencia y en la juventud, empezó a sentirse fea. Y pese a sus ojos celestes, a sus rasgos delicados, al cabello con ese tono entre castaño y caoba, Silvina sentía que no había sido agraciada por la belleza.


La primera imagen de Silvina Ocampo es la de una joven veinteañera. Sentada en un sillón de mimbre, con la mirada puesta en la cámara y la mano cubriendo parte del rostro, tiene un aire sensual y tímido, distante y provocador. Así, dicen, era Silvina.

. La actitud de ocultar parcialmente la cara fue constante a lo largo de toda su vida, como un juego de seducción: espléndida y enigmática al mismo tiempo, mostraba las partes de su cuerpo que más le gustaban. Y, si el resultado no la satisfacía, era capaz de pintar la copia impresa a la altura de su rostro; o, simplemente, de recortarla.

Bioy fue, sin dudas, el mejor retratista que tuvo Silvina. Muchas de sus mejores fotos las tomó él. Y, como tenía la costumbre de sacar un rollo entero, hay series espectaculares. Gracias a Bioy ha quedado el registro de su vida cotidiana: se la ve en su mesa de trabajo, rodeada de libros, apoyada sobre ellos, recostada en un sillón, fastidiada por la insistencia de su marido de seguir fotografiándola. También la retrató en distintas ciudades; en el campo con su caballo; junto a Borges, con su hija Marta o sus amigos.

Todas las imágenes de Silvina son incompletas si no se las relaciona con su obra (sobre todo, con la obra poética). Llega un punto en que imagen y palabra se funden, dando lugar a esa mujer misteriosamente encantadora. La joven dedicada al arte; la señora que recorre Buenos Aires cantándole a sus árboles, y que no quiere salir con su marido a la calle porque lo afea, es la misma que en un poema dice que ya no quiere más fotografías de su cara, porque no la siente realmente suya. En realidad, la visión a través de los ojos ajenos no coincidía con la propia. Quizás por eso ella se ocupó de dejarnos su propia versión: un autorretrato hecho con birome violeta y lápiz negro.


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