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Lagunas, por Cecilia Rodríguez

Actualizado: 15 jul 2021

Por Cecilia Rodríguez


Ilustra Carolina Maccaroni


Un cuento que fluye con la cotidianidad de la conciencia y del pensamiento y que se desborda para formar pequeños momentos.



—¡No tenés corazón! ¡Qué tipa más fría! ¡¿Quién te va a querer así!? Lorena recibe las palabras de su madre mientras cierra la puerta de su pieza. Por la última ranura se cuela un «incapaz de amar» vociferado desde la cocina y, después, solo murmullos incomprensibles, señal de que la madre habla sola. Lorena da dos vueltas a la llave y se pregunta cómo es posible que la simple afirmación «Rober no viene hoy» haya escalado en pelea. Se tira de espaldas en la cama. Está cansada. Cierra los ojos.

Despierta un tiempo después -no sabe Lorena cuanto tiempo después-, y decide que quedarse tirada en la cama un domingo a la tarde es un viaje de ida que no está dispuesta a encarar. Abre el cajón de la mesita de luz y saca de allí una cajita de madera que su hermana le trajo de un viaje a Cuba. La caja tiene la bandera del país en cuestión tallada y pintada en el lomo, pero han reemplazado el rojo por el marrón de la madera barnizada, el azul por gris y el blanco por beige. La caja parece no poder abrirse de ningún modo, pero Lorena coloca dos dedos en lugares estratégicos y la caja se abre. De allí saca un porro ya armado y lo guarda en su atado de cigarrillos. Se pone la campera. Sale de la pieza anunciando que irá a pasear al perro. Sabe que su madre no intentará retomar la conversación porque opina que Lorena debería pasear al perro más seguido.

El perro es gordo y retacón y opina que todo cuanto existe debiera estar a su disposición para ser olfateado y meado. Al menos, con ese ímpetu, se lanza a la vereda una vez que la puerta de calle se abre y su ansiosa espera por salir acaba. Desaforado, tira del brazo de su ama y siente que ella le devuelve el tirón, como si quisiera de entrada detenerlo, refrenarlo. Pero él insiste porque sabe que la tendencia va para su lado y que, al tirar, siempre gana algo: un nuevo olor, una nueva superficie, un nuevo gusto, un nuevo rastro. Cada árbol es un mundo, como son un mundo los bordes de las puertas por donde se asoman las fauces de otro al que no se ve, pero se respira. De pronto un perfume conocido gana el ambiente. El perro se calma, entiende que este será un paseo largo y que tendrá tiempo de despacharse a gusto.

Lorena siente que el perro tironea menos de la cuerda y se descubre cerca de la plaza. No recuerda haber tenido intención de venir aquí, pero es un buen lugar para sentarse y fumar. Además, hay poca gente. Una familia en torno a las hamacas, un hombre paseando un labrador negro, un grupo de chicos tirados al sol o, más bien, a esa versión del sol que se filtra entre cielo nublado. Lorena se aleja de la familia y se acerca adonde están los chicos. Le saca la cuerda al animal y se sienta en un banco. Ve a su perro corretear detrás del labrador. Incapaz de amar, piensa mientras saca el porro del atado y lo enciende. Da una pitada profunda y considera aprovechar las vacaciones de invierno para buscar trabajo. Le preocupa enlentecer los estudios y, sin embargo, siente que necesita mudarse. Ya es grande. Con los ojos entrecerrados, ve los colores rojos, azul y amarillo que resaltan en las ropas de los chicos tirados al sol. Los ve resaltar porque los chicos se mueven, ¿se paran? Sí, se paran. ¿Se van? Sí, se van. Y mientras van la resolana pega de lleno no solo sobre el rojo, el azul y el amarillo sino sobre la plaza toda. Pega de lleno e imprime al paisaje un halo a fotografía vieja. Lorena mira entorno mientras da una segunda pitada. Se inquieta unos segundos porque no ve a su perro, pero rápidamente lo ubica saliendo de detrás de unos arbustos para enroscarse otra vez con el labrador. A Lorena le parece que los colores de las melenas de los perros se van fundiendo como témperas mezcladas, mientras ruedan sobre el césped y colapsan cerca de los pies del dueño del labrador, que vigila sin interrumpir.


—Flaca, ¿me convidás una seca? —le pregunta a esa chica tan linda cuyo perro juega con el suyo, dando por ello la oportunidad perfecta para irle a hablar. Ella no dice nada y le convida. Él se le sienta al lado. Nota que ella sigue mirando a los perros, como hipnotizada.

—¿Cuántos años tiene? —pregunta señalando al perro gordo y retacón que juega con el suyo.

—Uno y medio.

—Ah, es cachorro todavía.

Él devuelve el faso y aprovecha para examinarle la cara. Debe tener unos veintidós, veintitrés años. Huele bien. El cuello está atravesado por una vena hermosa. El lóbulo de la oreja pareciera que está relleno de melaza y la clavícula… la clavícula se asoma apenas por debajo del buzo y está hundida, justo para meter los dedos en el esqueleto.

—Sí, es cachorro —contesta ella tardíamente, sin dejar de mirar a los perros.

—El mío tiene dos ya.

Con la mano le hace un gesto para que le de otra seca. Ella le convida, sigue sin mirarlo. ¡Qué pendeja!, piensa mientras suspira una risa y choca lengua contra paladar y dientes.


Lorena de pronto se siente incómoda. No recuerda en qué momento ese hombre se le sentó al lado y por qué. Le arrebata el porro, lo apaga, lo guarda en su atado de cigarrillos y se dispone a buscar a su perro. Siente que el hombre se para detrás de ella como para decirle algo, pero al final no dice nada. Ella apura el paso. Corretea al animal que se niega a ser agarrado. Lo agarra, lo ata y empieza a caminar atosigadamente hasta su casa. Se siente un poco mareada. No se detiene.


El perro no se convence de lo que ocurre. Tironea a su ama hacia atrás, clava patas en piso, se da vueltas para ver al labrador con quien tan gustosamente jugaba hacía unos instantes, y lo ve cada vez más lejos, cada vez más tragado por el pasado, cada vez más cosa que simplemente desaparece en el devenir de la vida. Se rebela inútilmente hasta que la soga al cuello ya no le deja ladrar, hasta que arde la garganta, hasta que falta el aire y entiende, progresivamente, que el mundo que él habita no está hecho para ser libre. Apenas desata esa conclusión en su pobre cabeza, un olor lo distrae. Ahora ya no tira hacia atrás sino al frente, en busca de ese olor. Se olvida del labrador y de la libertad. Empieza a reconocer su propia orina en los árboles y por algún motivo el hecho lo fascina. Se encuentra él mismo entre las cosas, las cosas que habían quedado atrás. Cree haber sentido eso antes.


Lorena ve que ha puesto la llave equivocada y la cerradura se trabó. No entiende cómo sucedió eso. Desde el otro lado de la puerta su madre le reprocha que siempre anda distraída, que nunca se fija en lo que hace, que cómo puede ser. Lorena escucha mufar a su madre como si el sonido llegara distorsionado, como si la voz viniera de muy lejos y apenas un eco grave y lento lograra hacerse paso hasta sus oídos.

La madre no sabe de dónde salió Lorena tan volada. Se aleja de la puerta al grito de que va a llamar al cerrajero. Busca los lentes en el cajón de los cubiertos de la cocina. No están. Los busca en su mesita de luz. Tampoco. Sigue por la cochera, el escritorio, el baño, hasta que da con ellos en el lavadero. Acto seguido busca el celular en su cartera, luego en la mesita de luz, en el baño, en el escritorio de la pieza de Lorena. No lo encuentra. Decide cortar por lo sano y llama al cerrajero desde el teléfono fijo. Hola, sí, José… Sí, soy Elena, disculpe que lo llame un domingo, pero ¿usted podrá venir a destrabarme una cerradura?… y mi hija vio, que anda distraída, puso otra llave y se trabó… Bueno, gracias, José… Corta. Descubre que el celular estuvo todo este tiempo en su bolsillo. Como para verificar su existencia, lo toma en una mano y mira unos segundos la pantalla. Piensa que quizá podría enviarle un mensaje al Rober, decirle que lo extrañaron hoy. Desbloquea la pantalla, busca en los contactos el número, está a punto de apoyar la yema del dedo para seleccionarlo. Desiste. Lorena se va a enojar. ¡Lorena! Recuerda que su hija sigue afuera esperando instrucciones. Se aproxima a la puerta trabada y grita: Lore, va a llegar en una hora el cerrajero, ¿querés ir de la abuela y yo llamo cuando esté todo resuelto?, ¿o lo esperás ahí?… Lore, ¿me escuchás?, ¿estás bien?


Lorena siente de repente que la voz de su madre es más cercana. ¡Estoy bien!, contesta. ¿Estoy bien? Con esa pregunta en la cabeza, se sienta en el escalón de la puerta, a esperar, aunque no sabe bien qué es lo que tiene que esperar ni cuánto tiempo. Piensa que tal vez es cierto que no puede amar.


El perro, ya agotado, se tira al lado de su ama y cierra los ojos para dormir una siesta.


Este cuento inédito fue seleccionado para su exposición en el Festival Artístico de la Universidad Nacional de las Artes (FAUNA) 2019.



 


(Ciudad de Buenos Aires - Argentina) nació en 1984 en Rosario (Santa Fe). Estudia la Licenciatura en Artes de la Escritura (UNA) y escribe sobre cultura y literatura en La Izquierda Diario. Publicó El triángulo (Editorial El salmón, 2018). En 2018 ganó la segunda mención en el Premio Fundación María Elena Walsh. Su relato El sauce, incluido en su libro Los cuentos de la abuela loba (Hexágono Editoras, 2020), obtuvo una mención en el Concurso del Círculo de Estudiantes de Escritura 2018.




(Córdoba – Argentina) Carolina Maccaroni, nació en 1983 en Ameghino, (Provincia de Buenos Aires), actualmente radicada en Villa de las Rosas, (Traslasierra, Córdoba). Dibujante, muralista, pintora y fotógrafa autodidacta, cursó la carrera Diseño de interiores en Ciudad de Buenos Aires, donde también participó de varios talleres de cuerpos vivos. Sus obras e inspiración giran alrededor de las mujeres y sus expresiones, y la mayoría de ellas son imaginarias.

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