Por Gisela Paggi
Ilustra Mirabella Stoor
Edición N37 - Especial Silvina Ocampo
Desmenuzar un poema es una tarea tan ardua como inútil. Pero sí me gusta detenerme en ciertos detalles a la hora de leer algunos, principalmente aquellos que me atraen por algún motivo tan particular como misterioso.
Silvina Ocampo tiene poemas que me invitan a ese detenimiento. Pienso en Habla Narciso publicado en Poesía completa vol. II, dentro de lo que se denomina su Poesía inédita y dispersa (2001).
La figura de Narciso se repite a lo largo de toda su obra poética, tal como el mundo clásico está presente en toda su producción también.
En Metamorfosis, Ovidio narra el amor fallido entre Eco y Narciso y esta es la base que utiliza Ocampo en su poema para narrar al amor como una tiranía.
Eco, condenada por Hera a repetir solo las últimas palabras que decía la persona con la que hablaba, fue rechazada por Narciso en el bosque, luego de un diálogo confuso entre ambos ya que, claramente, Eco no podía mantener una conversación con él ni expresarle su amor:
«¿Alguien hay?», y «hay», había respondido Eco.
Él quédase suspendido y cuando su penetrante vista a todas partes dirige,
con voz grande: «Ven», clama; llama ella a aquel que llama.
Vuelve la vista y, de nuevo, nadie al venir: «¿Por qué», dice,
«me huyes?», y tantas, cuantas dijo, palabras recibe.
Persiste y, engañado de la alterna voz por la imagen:
«Aquí unámonos», dice, y ella, que con más gusto nunca
respondería a ningún sonido: «Unámonos», respondió Eco,
y las palabras secunda ella suyas, y saliendo del bosque
caminaba para echar sus brazos al esperado cuello.
Él huye, y al huir: «¡Tus manos de mis abrazos quita!
Antes», dice, «pereceré, de que tú dispongas de nos».
Narciso, a quien tantos rechazó, es condenado a morir mirando su reflejo tal como lo retrató Caravaggio en 1597-1599. Eco se recluye en una cueva, sumergida en el silencio, hasta que muere consumida por el tiempo y el desamor.
Silvina Ocampo personaliza este mito, lo hace propio en Habla Narciso y lo sumerge en un ambiente bucólico y silvestre, donde la flora y la fauna toman protagonismo, al igual que el agua. Y en esa agua que le devuelve el reflejo a Narciso, Ocampo ve también su propio reflejo y se produce una transposición entre Narciso y el yo poético que, por momentos, incluso, cambia de género generando en esa alternancia, un juego de espejos caprichoso.
Y tú, casto divino, distraído como yo mismo
no me decías, soy yo, soy yo que te amo.
Cuando yo me alejaba de ti, en busca de otro cielo,
cuántas veces te dije «adiós», pero era «ven
Narciso» para sentir más segura nuestra unión.
Silvina Ocampo, ávida conocedora del mundo clásico, introduce en Habla Narciso, también, la mención a los perros que devoraron a Acteón, el cazador condenado a convertirse en ciervo luego de haber visto desnuda a Diana. Las metamorfosis son un tema recurrente en la obra de la escritora argentina y el uso que hace de ellas como recurso poético es preciso y pertinente. El eco, así, se convierte en aullido para que el yo poético pueda lograr que el mundo tiemble antes de que el silencio sea infinito en un corazón demorado para siempre.
En la sangre derramada de Acteón y en el aliento ahogado de Narciso, habitarán para siempre, ya convertidos en mito y replicados en Silvina Ocampo, el amor y la lujuria como un eco solitario en mitad de la noche.
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