top of page
  • Foto del escritorUlrica Revista

La selva por la tarde, un cuento de Facundo Tisera

Por Facundo Tisera



–Es así como te digo…

Estaban los dos sentados en la vereda de la casa de Mateo, que terminaba de pelar una mandarina y separaba los gajos en un plato antes de comerlos uno por uno. Raquel lo miraba con una mezcla de intriga y desinterés.

–¿Querés uno? –dijo Mateo estirando la mano y ofreciendo un gajo naranja y transparente.

–No, gracias. Terminé de comer hace un rato.

–Es como te digo… se dice que son una jauría de perros salvajes que viven en la selva y devoran todo lo que cae en su zona. Nunca se encuentran restos, no dejan ni los huesos.

–Es raro encontrar perros en la selva. No sé… me cuesta imaginarlos ahí metidos esperando que alguien vaya.

–Yo lo único que sé es que cada vez que alguien se mete muy profundo en la selva, desaparece y no se vuelve a saber de él.

Mateo levantó un gajo y lo miró a contraluz, cerrando un ojo y observando cómo el naranja se volvía claro, casi transparente, de un brillo que lo hacía parecer una braza encendida. Después se lo llevó a la boca y mordió la mitad dejando al descubierto su interior jugoso y sin semillas. –Dale –dice Raquel–. Terminá de una vez así podemos ir yendo.

Mateo y Raquel se conocían desde que tenían siete años. Eran compañeros de escuela y estaban siempre juntos, principalmente en los meses de verano en que no había clases y la ciudad no ofrecía demasiado para hacer. Estaba a unos cuarenta kilómetros de Posadas, rodeada de selva misionera, calor, humedad, y no llegaba a los 50 mil habitantes, con lo cual reinaba la ilusión -bastante real, por otra parte -de que todos se conocían entre sí. Esa tarde Raquel había pasado a buscar a Mateo para ir juntos a una fiesta en casa de Miranda.

–¿Cómo se explica entonces lo que pasó con el loco Mario, el primo de Yamila?

La humedad de la tarde se sentía en los pulmones al respirar. Mientras caminaban por la avenida hacia el sur, Mateo retomaba la conversación.

–¿O la chica nueva, esa que fue compañera nuestra tres meses y desapareció? ¿Cómo se llamaba? ¿Valeria?

–Valentina –dijo Raquel–, pero Mateo… no desapareció esa chica… La familia se volvió a Uruguay. Los padres eran uruguayos.

–Sí, pero se mudaron después que ella desapareció. No aguantaron la tristeza.

–¿De dónde viene ahora tanta obsesión? Hace días que no hacés más que hablar de esto.

–Es que me enteré ahora –rio Mateo– no sé por qué nunca lo había escuchado. Me contó Ramón, el herrero que estuvo haciendo unos arreglos en mi casa la semana pasada.

–Ramón es alcohólico, Mateo.

–Nada que ver.

–Sí. Mi papá lo sacó de la cárcel más de una vez.

–Lo loco es que Ramón hizo las rejas de esa cárcel.

Raquel y Mateo se reían a carcajadas. Ya estaban llegando a la casa de Miranda cuando vieron entrar a varios de sus compañeros, todos cargados con toallas, lentes de sol y mochilas que sin duda esconderían alguna botella de vodka o licor para mezclar con las gaseosas. Se separaron al entrar.

La tarde caía mientras ellos alborotaban el parque. No serían más de siete u ocho, pero las corridas, la música y las zambullidas abruptas los multiplicaban. Todos iban y venían. Mientras algunos bailaban al costado de la pileta otros aprovechaban para turnarse e ir al cuartito del fondo, que funcionaba como lavadero y depósito de utensilios de pileta, para tomar un trago de alcohol a escondidas o besarse lejos de la mirada de los demás.

Raquel y Mateo se miraban a la distancia. Había entre ellos una tensión que ninguno de los dos se animaba a romper y que crecía con el tiempo. Ella lo miraba mientras él re reía con los demás varones y Miranda, sentados cerca de una mesa que había debajo de un árbol de paltas. Raquel sentía celos de Miranda, que parecía estar todo el tiempo haciendo una jugada para acercarse a Mateo, delante de ella y sin que él se diese cuenta. Vigilaba sus movimientos, los posibles acercamientos y los reiterados momentos en que Miranda tocaba con exceso el brazo o la espalda de Mateo. Su piel morena era, en ese instante, todo su deseo. Se odiaba a sí misma por no ser ella la que dé el primer paso.

Mateo miraba a Raquel de lejos, haciendo lo posible por evitar a Miranda y los reiterados momentos en que ésta le tocaba con exceso el brazo o la espalda. Se odiaba a sí mismo por no ser él el que dé el primer paso, sobre todo en los reiterados momentos en que Pancho se acercaba a Raquel y le tocaba con exceso el pelo o la cintura. Su cintura blanca era, en ese instante, todo su deseo. Le irritaba pensar que la cobardía pudiese costarle su amor. La miraba parada en el borde de la pileta, riendo con el resto de las chicas, poniéndose protector solar y preparándose para recostarse en el pasto, sobre los toallones, para tomar sol. La espiaba mientras se sacaba la pollera blanca de jean. La pudo ver justo: de espaldas a él, vio el movimiento de sus brazos en forma de jarra a los costados del torso, en lo que parecía ser el acto de quitar un par de botones de sus respectivos ojales, serían dos, o tres, y luego llevar sus dedos índices rodeando la cintura por dentro de la pollera, y estando uno a cada lado de las caderas, empezar a deslizarlos hacia abajo arrastrando la tela de jean con ellos, curvando levemente el cuerpo y dando lugar a la aparición gradual de una malla naranja flúor, que hacía juego con el naranja flúor de la parte de arriba, y que se perdía entre las nalgas redondas de Raquel. Esa imagen lo excitó y tuvo que volver rápidamente a la charla con los demás para evitar la incomodidad. Cuando volvió a mirar, Raquel ya estaba sentada sobre su toallón, charlando con Julieta y Analía.


Salieron todos juntos de la casa de Miranda, se saludaron y dispersaron en la vereda. Mateo y Raquel tomaron el mismo camino de la tarde pero en sentido contrario. Él la miraba de reojo y divisaba por encima de la remera la marca blanca, sin tostar, de los breteles sobre los hombros de Raquel. El contraste se notaba en la piel blanquísima. Ella lo descubrió.

–¿Qué mirás? –dijo.

–Te tostaste hoy, eh…

–Tostada… –acompañó con una mueca– por decir algo… lo único que hago es ponerme colorada como un tomate, quedar roja un par de días y después volver al blanco de siempre.

–Si lo mantenés tal vez te dure.

–Vos porque tenés esa piel negra que te da un tostado todo el año –dijo Raquel con cierta excitación que le dio vergüenza.

–Bueno, son los genes brasileños de papá.

–Te envidio mucho, quiero que lo sepas.

El sol estaba casi oculto y no quedaba más que un delgado rastro violeta en el horizonte. Mateo miró a Raquel con malicia.

–¿Nos desviamos un poco?

Raquel lo miró sorprendida.

–¿Para qué querés que nos desviemos?

Mateo se sonrojó y apuró las palabras.

–Hoy estuvimos hablando con Tomás y me contó que el sendero para llegar a la jauría aparece por estos lados. Si nos desviamos un poco hasta la ruta…

Raquel cambió su postura como si toda la tensión de su cuerpo se hubiese esfumado.

–Vos estás loco si te pensás que me voy a meter en la selva a esta hora.

–¡No! No quiero que nos metamos en la selva… Pero quiero ver si se ve el sendero.

–¿Y Tomás de dónde sacó eso?

–Le contó el padre me parece… una vez que desaparecieron esas dos mochileras suecas, ¿te acordás? Parece que el padre participó en el rastrillaje y encontraron algunas ropas por ahí.

–No sabía que el papá de Tomás hacía esas cosas…

–Bueno, ¿me acompañas?

–Ni loca, Mateo.

–¡Por favor! No pasa nada… caminamos por la ruta nada más.

–No, no insistas.

–Bueno, está bien. ¿Y mañana me acompañas? Podemos ir temprano. Hasta la ruta y nada más, te lo prometo.

–Sos un rompe pelotas.

–Eso parece un sí.

–Mañana vemos.

Llegaron a la casa de Raquel y se quedaron hablando en la puerta. Eran las diez de la noche, pero el calor todavía era húmedo y asfixiante. Los padres de Raquel volvieron en un auto importado, se bajaron y entraron a la casa sin perder el tiempo. Mateo pudo sentir la mirada penetrante del padre que apenas saludó con un monosílabo, casi inaudible, y se metió en la casa con una rapidez que eliminó toda posibilidad de interacción. Minutos después salió la madre y le pidió a Raquel que se despidiera de su amigo y entrara a la casa.

–Mañana vengo -dijo Mateo- y decidimos qué hacer.

–Bueno, te espero. ¿A qué hora más o menos? –Tipo dos.

Raquel besó a Mateo cerca de la comisura de su boca y se metió sin decir más. Algunas horas después, minutos antes de dormir, Mateo volvería otra vez a la imagen de la cola de Raquel, al beso sobre la comisura, al perfume de su pelo, su pollera cayendo, el flúor naranja entre las nalgas, la suavidad de sus labios, la pollera cayendo, las nalgas redondas, el perfume de su pelo, la bombacha cayendo, sus nalgas abiertas, su pija entrando y saliendo, la marca blanca de la malla en la piel prendida fuego por el sol, su lengua entre las nalgas, su pija entrando y saliendo, su pija entrando y saliendo, su pija entrando y saliendo.


A la una y media Mateo tocaba timbre en la casa de Raquel. Ella salió unos minutos después vestida con un short muy corto, negro, y una remera blanca. Al verla tuvo que hacerse el distraído para no delatar las ganas que tenía de besarla.

–Perdón que tardé –dijo al salir–. Mi mamá me hizo muchas preguntas.

–¿Qué te preguntó? ¿Dónde íbamos?

–Dónde iba, con quién, por qué… cosas.

–No me quieren mucho, ¿no?

–¿Por qué decís eso?

–No sé… pareciera por cómo me miran.

–Nada que ver… mi papá no estaba de hecho… no sabe que vamos a la selva.

–Está bien.

El sol de las dos de la tarde pegaba muy fuerte. Caminaron cerca de un kilómetro hasta la ruta y desde ahí la bordearon en dirección al sendero que buscaban. Raquel tenía la piel cubierta casi por completo de crema. El rojo del día anterior era fuerte y dejaba a la vista una sensación de ardor o picazón que Mateo prácticamente desconocía. Después de media hora de caminata por la ruta llegaron a una curva cerrada desde donde partía un camino angosto, improvisado entre la maleza, que se metía desde el lado interno de la curva, en forma perpendicular hacia adentro de la selva. Se detuvieron allí y quedaron unos minutos con los ojos clavados en el interior frondoso del camino.

–Es acá –dijo Mateo.

–Me doy cuenta –respondió Raquel– no parece muy buena idea entrar ahí.

–Pero hay un camino hecho, ¿o no? Eso no es obra de los perros.

–En este momento no me preocupan los perros, Mateo… mirá lo que es eso… yo nunca en mi vida entré a la selva, me da un poco de miedo lo que pueda haber ahí.

–Pero mirá, hay un camino… quiere decir que la gente camina por ahí, y los animales no andan por los lugares que andan los humanos. Entremos y veamos a dónde llega. Te prometo que si el camino se termina nos volvemos.

Atravesaron los primeros metros de maleza y la desconexión se hizo evidente. El universo que los rodeaba se volvió milimétrico, compuesto por millones de partículas que se cruzaban y conectaban armando una red espesa de selva que los envolvía y reducía a ser ellos mismos parte de ese todo devorador y omnipotente. El silencio era casi absoluto, incómodo. Las ramas y hojas crujían bajo sus suelas mientras avanzaban entre los árboles. Los animales parecían dormidos, pero de tanto en tanto los exaltaba el canto agudo de algún ave. El sendero se perdía por momentos y volvía a aparecer metros después. Raquel caminaba obsesionada con el contorno, evitando todo contacto con la vegetación y cuidando celosamente sus piernas. Se reprochó a sí misma haberse puesto un short tan corto, aunque no tanto como se reprochaba haber seguido a Mateo en su idea. Él, por su parte, iba pendiente del camino y atento al horizonte –inexistente, próximo– en busca de posibles rastros de la jauría.

–No hay nada –dijo Raquel– volvamos Mateo.

–Un poco más y volvemos. Mirá –dijo señalando el suelo– todavía hay sendero hecho.

–No me siento cómoda con los bichos, Mateo. Yo me vuelvo, ¿venís conmigo?

–Shh… shh… –la silenció haciendo un gesto con la palma de la mano hacia abajo– Vení, mirá…

Delante de ellos, a diez o quince metros, el sendero concluía en una construcción precaria de material, sin puertas ni ventanas, con las aberturas en la pared como si alguien las hubiese arrancado. Parecía ser una especie de puesto de guardaparque dentro de la selva, pero abandonado y en desuso. Alrededor de él, la jauría de perros descansaba echada en el suelo. Mateo y Raquel quedaron paralizados mirándolos de lejos. Los perros salvajes no parecían salvajes, más bien eran cinco perros rottweilers, muy bien alimentados, limpios, con collares rojos y chapita metálica. Un movimiento brusco de Mateo provocó el sonido de una rama quebrarse. Los perros levantaron sus orejas y miraron en dirección a ellos. Raquel sudaba frío de miedo. Se agacharon y permanecieron en cuclillas sin moverse. Uno de los perros se puso de pie y gruñó mirando hacia el vacío hasta que un hombre saliendo de la vieja construcción lo obligó a callarse.

–Es Ramón –susurró Mateo–. Es Ramón el herrero.

Raquel lo miraba pálida, en shock y sin terminar de entender lo que le estaba diciendo.

–Ramón… que te conté y me dijiste que era alcohólico…

–Sí, ya sé –Raquel volvió en sí– ¿Qué hace acá con esos perros? ¿No me dijiste que él te contó lo de la jauría?

–Sí… me parece que mejor nos vamos.

Era difícil moverse sin despertar el interés de los perros. Cada movimiento que hacían iba acompañado de la intranquilidad de los rottweilers que levantaban sus orejas, miraban en su dirección y gruñían. Ramón volvió a salir, cargando esta vez una bolsa grande y negra de residuos. Los perros se acercaron todos hacia él y quedaron expectantes de la bolsa que traía en sus manos. Mateo y Raquel, mirando de lejos, sintieron el miedo en los huesos en el momento en que Ramón sacó de la bolsa un brazo humano y lo tiró en el centro del semicírculo que habían formado los animales. Dudaron unos segundos, queriendo negar lo que veían sus ojos. Era inútil. Por primera vez la jauría mostró su alma. Las mandíbulas destrozaban la piel, la carne y los huesos clavando sus dientes con rabia y placer. En menos de tres minutos el brazo había desaparecido. Ramón volvió a meter la mano en la bolsa y sacó otro brazo, lo arrojó y antes de ser destrozado por la jauría les arrojó una pierna sin pie. El herrero no estaba sólo. Reía mientras decía cosas inentendibles hablando con alguien que sonreía detrás del marco sin ventana de la construcción. Mateo, mareado, vomitó al ver la escena mientras Raquel tiraba de su remera, llorando e implorando que se vayan en ese mismo instante. Se levantaron de un salto y corrieron al tiempo que los perros salvajes se concentraban en destrozar un torso moreno que Ramón acababa de traer dentro de la segunda bolsa que le alcanzó su acompañante. Corrieron sin mirar atrás, con terror de volver la vista y descubrirse acorralados o perseguidos. Al llegar a la ruta se abrazaron y lloraron sin poder comprender lo que habían visto. Raquel jamás podría olvidar la imagen del brazo devorado por la jauría. Mateo jamás podría olvidar la sonrisa del padre de Raquel, riéndose detrás de la ventana.



 

PH. Candelaria Uría

(Quilmes - Argentina) Nació en 1989. Es licenciado en Psicología (UBA), músico y escritor. Vivió en París, donde coordinó talleres de lectura sobre literatura latinoamericana. Desde 2018 escribe en la sección de cultura de La Izquierda Diario. Recientemente publicó su primer libro de cuentos: Nadie sabe que estoy (Tren instantáneo, 2022).

116 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page