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Fuga, un cuento de Cecilia Azzolina

Por Cecilia Azzolina




Cargo la escopeta y salgo a la noche. La casa se pierde en la niebla algunos pasos después. Sigo hacia los eucaliptos y me adentro en la hierba. Avanzo en la oscuridad hasta llegar al arroyo. Al cruzar, a pesar de tener medias y dos bolsas de plástico, el agua me congela los pies. La escarcha comienza a caer a la tarde y para la noche el río es una lámina de hielo. No me importa la lluvia, ni los bichos zumbando en mis oídos, ni el peso del arma que llevo conmigo.

La luna ilumina el camino de ripio. En la entrada me encuentro al perro del vecino, acostado bajo el techo de chapa. Cada tanto se sacude para quitarse algún bicho volador de encima. Levanta la cabeza y me mira con actitud territorial. Se escucha, en medio del silencio del monte, el sonido de su cola golpeando contra el suelo. Doy un paso atrás cuando veo que se incorpora para sentir mi olor: acumulación de mugre y transpiración desde hace días.

Desde el ventanal abierto pueden escucharse murmullos: o las paredes son demasiado finas o mis oídos muy afinados. Me apoyo sobre los ladrillos y, cuando creo que nadie puede verme, me asomo. Aunque la luz está baja, me enceguece el contraste con la noche y tengo que hacer un esfuerzo sobrenatural con los ojos para acostumbrarlos.

Entonces los veo: mi esposo, inclinado sobre la mesa, de espaldas; las manos de ella enredadas a su cuello; la lengua de él en un salto al vacío, aterrizándole entre las piernas. La luz amarilla, casi blanca, cae sobre su espalda peluda en una lluvia de destellos. Parece un animal salvaje revolviendo entre las bolsas de basura. Gime fuerte: está caliente. Lo sé porque conmigo no habla, apenas me mira. Me da un tirón en el estómago. Días que no como. La imagen de mi hija se me viene encima, cada vez. La culpa como memoria del cuerpo, sacudida hasta la sangre.

Mientras intento mantenerme en el lugar, él le aprieta los brazos y la hace erguirse sobre el borde de la mesa. No puedo verle la cara, pero sí el pelo cobrizo y largo, brillante bajo la lámpara. También veo, sobre la mesa, cuando él da unos pasos hacia un lado, una botella de cerveza.

Mi esposo se baja el pantalón. Saca la verga y se la sacude con energía. La tiene dura como un calambre, venosa, hinchadísima. Nunca en casi veinte años se la vi así. Le baja la bombacha diminuta. Ella se deja sin moverse del cuadrado de madera. Él empieza a frotársela en las mejillas, muy sucio, y en un movimiento que hacen llego a ver su perfil: pálida, de mandíbula filosa. Mi esposo se pega a su oído. Después abandona el frente, la agarra de las piernas desnudas—más blancas incluso que su porción de cara—, la toma del cuello, y la voltea de un movimiento ágil, estampándola contra la tabla. El impacto me hace recordar que lo último que me dijo, dos noches atrás, fue «hija de puta». Lo dijo en un tono que anunció una nueva muerte. Que más que anunciarla, la condenó.

Ahora la apoya y la mira como queriéndole llenar todos los huecos y se me cierra la garganta del asco.

“Fue tu culpa”, dijo también esa noche. Es cierto, ¿cómo no lo vi?, ¿cómo no me di cuenta de que mi bebé no respiraba? ¿Esta es su forma de castigarme? ¿Y ella? ¿Qué es? Apenas se mueve. Sigue así: la voltea, le abre el culo con las dos manos, la agarra del pelo con más ganas, la escupe por la espalda. La saliva le chorrea por la curvatura, hasta el agujero. Ahí sí, grazna, se dobla en dos. Un insecto, lerdo, sin esqueleto. Le sale un soplo de aire de su cuerpo descoyuntado. Y me digo a mí misma: mierda, mierda, mierda. Al parecer lo digo en voz alta porque él da media vuelta y mira para acá. Me agacho rápido y ocupo un espacio que hay entre las tablas de madera podrida. Estoy unos minutos quieta, pegada al moho y al olor a murciélago. Tiemblo de las ganas de entrar a rajarlos a tiros.

Una vez que retomo mi posición, escucho un ruido que me hace frenar de golpe. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que sigo con las bolsas atadas a los tobillos. No sé cómo no me escucharon. Tengo que pararme sobre un balde viejo para llegar a la altura anterior y mi estabilidad depende de un movimiento. Asomo la cabeza, casi en cámara lenta, y dejo el mentón fijo sobre el marco. Así vuelvo a tener una panorámica de la escena: él está completamente empapado en sudor, las gotas gordas de la frente le caen sobre los párpados.

Me repito una y otra vez que la escopeta está cargada. Lo hago para tomar valor, aunque en el fondo sepa que no tengo nada que perder. En la casa solo hay rastros de ella, restos de comida putrefacta, ropa sucia, animales muertos, literalmente, de hambre. Y no dejo de pensar cómo la conoció, dónde, cuándo. Si fue, por ejemplo, antes o después del accidente. Antes o después de que dejara de dormir en nuestra cama.

Al llegar a la puerta de entrada, me detengo. El piso está mojado y tengo que sostenerme de una columna para no resbalarme. El dolor es un peligro. Porque con el primer dolor doy un paso, y otro, y así hasta que estoy adentro del galpón.

Tomo aire y apunto directo al pecho de mi esposo cuando se da vuelta. Al verme se sobresalta y hace un gesto grotesco con las manos para tapar a su amante. Me mira con espanto, en silencio.

Cuando logro reaccionar corro hacia ellos y, ya de frente a la mesa, me paro en seco. No puedo ni hablar ni dar un paso más y la escopeta se me patina de las manos y cae al suelo.

Mi esposo se abraza con desesperación a la muñeca de nuestra hija.



 

(Buenos Aires - Argentina) Nació en Paraná, Entre Ríos en 1992. Es actriz y Profesora de Artes enTeatro (Universidad Nacional de las Artes). Fue finalista del Premio Futurock novela 2022. Escribió la novela Todas las cárceles (2019) y el poemario Fluencia (2021).

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