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Foto del escritorUlrica Revista

El claroscuro o el extremismo emocional

Por Gisela Paggi


El Barroco nació siendo despreciado por su artificiosidad y por los elementos grotescos que diferían mucho de las formas serenas del Renacimiento. Pero en sus juegos casi teatrales entre la luz y la sombra, se hallaba el germen de un estilo que permitiría a sor Juana Inés dela Cruz hablar sobre su anhelo de libertad intelectual entre los extremos de su emotividad humana.



Existe una obra de Caravaggio que me resulta perturbadoramente fascinante. Judit, la heroína bíblica símbolo de patriotismo y de piedad, sostiene con determinación y coraje la espada con la que corta la cabeza del general Holofernes. Luego de él, otros artistas como Artemisa Gentileschi, Francisco de Goya y Gustav Klimt han tomado la historia de esta mujer. Pero en las manos de Caravaggio, ese artista desequilibrado y pendenciero, la obra toma un tinte diferente, casi espectacular, por esa conjunción tan particular que propició el nacimiento del Barroco: la de la luz y la sombra. Ese juego teatral, que fue tan particular en la pintura de todo este movimiento y que vino, no a quebrar el clasicismo renacentista, sino a sumarle elementos para generar una identidad propia y distintiva, fue trasladado a la literatura a través de mecanismos retóricos fascinantes que han brillado, por ejemplo, en la poesía de sor Juana Inés dela Cruz. Esa huella casi indescifrable, desde el claroscuro pictórico a las antítesis poéticas, se proyecta casi como un eje que ayuda a entender uno de los puntos centrales de todo el Barroco: el de plasmar los extremos de las pasiones del alma y de las emociones humanas.

Es probable que la fama de Caravaggio haya llegado, obviamente, por el talento inconmensurable que se vislumbra en su obra, pero también por los avatares de una vida plagada de violencia y furor. Esa exaltación salvaje de un espíritu iracundo fue plasmada en una obra que bien trae el tenebrismo al mundo del arte. Luego de la serenidad y las formas apacibles del Renacimiento (con esa etapa intermedia que oficia de eslabón entre la una y la otra y que fue el Manierismo), el Barroco agrega una ornamentación teatral, casi grotesca, que desestabiliza esa serenidad previa y dota al arte de una tendencia que bien acompañó un período histórico dominado por el pesimismo y el desencanto.

El Barroco, si bien en cada país donde se desarrolló presentó características muy distintivas, se caracterizó por la búsqueda de lo que se hallaba detrás de esos cuerpos perfectos y armónicos que representaba el clasicismo. Ahondaba en la profundidad más oscura del alma humana, de sus pasiones más extremas. Y ese mismo extremismo fue representado con una forma inédita en aquel barroquismo naturalista de Caravaggio: la del claroscuro. Luces y sombras extremas que dan a la obra una sensación de profundidad y permiten centrar la atención en ciertos elementos. En la obra del italiano, el contraste es sumamente violento, la luz es exagerada y casi inaudita. Por ello se denominó «tenebrismo» en clara alusión a las tinieblas que subyacen en las sombras.


De pícaros y mendigos

Nacido bajo un ambiente borrascoso caracterizado por disputas religiosas y políticas a lo largo y a lo ancho de toda la Europa del siglo XVII, el Barroco fue menospreciado (el término tuvo un sentido peyorativo que hacía referencia a algo demasiado recargado), hasta que sufrió una revalorización recién en el siglo XIX cuando, además de poner en valor la obra pictórica, arquitectónica y escultórica, se determinó que también existió un barroco literario y, en esa nueva conceptualización se entendió que el Barroco fue más que un movimiento artístico. También fue un movimiento ideológico que se relacionó profundamente con la Contrarreforma y con el pesimismo de un pueblo cansado de pasar hambre y de vivir entre la peste.

En el caso del Barroco español (aquel que estará más hermanado con el americano que hoy nos compete), los nombres son múltiples, variados y fascinantes y coinciden, históricamente, con el llamado «Siglo de Oro». La poesía (de mano de Góngora, Lope de Vega y Quevedo como los más reconocidos), la novela (en el podio con Cervantes pero, también, con formas novedosas como la picaresca) y el teatro (cuyo esplendor máximo se alcanzaría con Calderón de la Barca) adquirirán formas maduras, magistrales, en un país donde la Contrarreforma ya avanzaba con decisión y termina por influir decisivamente en las formas literarias. En ese contexto de disparidad social que asola a todo el continente europeo, y de la que la literatura nos ofrece un perfecto testimonio, lleno de pícaros y mendigos, de personajes grotescos y estereotipados que terminaron por ser tan propios del Siglo de Oro español, en América el Barroco tomará una forma diferenciada por carecer de esas problemáticas y por no contar con una amplia influencia de la Contrarreforma porque no ha vivido, por supuesto, la Reforma Protestante. En el amplio espectro de las colonias, donde la actividad cultural quedaba relegada al pequeño espacio de las cortes virreinales, surgirá la voz de sor Juana Inés dela Cruz que tomará del Barroco la formas más acabadas para darles una impronta oportuna y distintiva.




Nocturna mas no funesta

Juana Inés de Asbaje Ramírez de Santillana nació en la Nueva España en 1648 y desde joven demostró un talento inconmensurable para las letras y el conocimiento en general. Niña prodigio, de una inteligencia arrolladora, ingresó a la Universidad disfrazada de hombre. Pero, sabiendo que jamás tendría libertad absoluta para dedicarse al estudio si accedía a un matrimonio, aceptó entrar a la orden religiosa de San Jerónimo y tomar los votos para poder seguir leyendo y escribiendo. En la corte virreinal, era apreciada por su sabiduría, especialmente por la virreina, Leonor de Carreto, quien le ofreció su amistad de por vida y propició que la obra de sor Juana se publicara en España y sea conocida más allá de los límites coloniales.

Juana Inés adhirió plenamente al movimiento barroco y a todos los juegos lingüísticos que este le permitía hacer. Famosa por sus antítesis, sustantivación de verbos, verbalización de sustantivos, retruécanos y adjetivaciones, en la poesía principalmente (pero también su obra dramática) construyó un estilo tan propio que, al leer al azar un poema de su autoría, pocos dudarían que se trata de su pluma. Y, en estos montajes tan lúdicos, parece vislumbrarse aquellos claroscuros que invadieron las obras de Caravaggio, de Rembrandt, de Vermeer. En uno de sus sonetos más reconocidos Que contiene una fantasía de amor decente, vemos cómo sor Juana Inés dela Cruz juega con las luces y las sombras a través de antítesis poderosas que marcan los extremos de su emocionalidad:


Detente, sombra de mi bien esquivo,

imagen del hechizo que más quiero,

bella ilusión por quien alegre muero,

dulce ficción por quien penosa vivo.


Si el imán de tus gracias, atractivo,

sirve mi pecho de obediente acero,

¿para qué me enamoras lisonjero

si has de burlarme luego fugitivo?


Mas blasonar no puedes, satisfecho,

de que triunfa de mí tu tiranía:

que aunque dejas burlado el lazo estrecho


que tu forma fantástica ceñía,

poco importa burlar brazos y pechos

si te labra prisión mi fantasía.


Vida versus muerte. Alegría versus pena. Enamoramiento versus burla. Tiranía versus fantasía. En este soneto de Juana Inés imperan esos juegos lingüísticos y retóricos, llenos de teatralidad, de exagerada ornamentación, de adjetivación casi absurda, que han sido firma del Barroco y que han servido para construir un estilo casi geométrico donde se muestran todos los extremos de la emoción humana. Ya alejada de las formas más grotescas del Barroco español, sor Juana da vida formas más bellamente depuradas para expresar el amor (que ella disfraza, a menudo, de amor «divino») pero, por sobre todas las cosas, sus luchas internas y externas causadas por su hambre de conocimiento. Es entre estos paralelismos entre los que oscila su voz lírica (de mujer, de monja, de intelectual) y entre los que se generará el gran debate de su vida: continuar o no continuar con su labor como escritora. Bien es sabido que sor Juana se halló en el ojo del huracán por su vida más bien liberal, por el contenido amoroso y erótico de su obra y, básicamente, por ser una mujer que se expresaba y daba cuenta de una inteligencia ampliamente superior a la de los hombres contemporáneos a ella. En Quéjase de la suerte: insinúa su aversión a los vicios, y justifica su divertimento a las Musas, vemos el mismo estilo de claroscuro aplicado a sus batallas internas:


¿En perseguirme, mundo, qué interesas?

¿En qué te ofendo, cuando sólo intento

poner bellezas en mi entendimiento

y no mi entendimiento en las bellezas?


Yo no estimo tesoros ni riquezas,

y así, siempre me causa más contento

poner riquezas en mi entendimiento

que no mi entendimiento en las riquezas.


Y no estimo hermosura que vencida

es despojo civil de las edades

ni riqueza me agrada fementida,


teniendo por mejor en mis verdades

consumir vanidades de la vida

que consumir la vida en vanidades.


En este soneto, los juegos ornamentales retóricos, sirven para plasmar diferencias sustanciales: no es lo mismo poner belleza en el entendimiento que poner el entendimiento en las bellezas. No es lo mismo consumir vanidades de la vida que consumir la vida en vanidades. Sor Juana pone de manifiesto que el mundo la persigue, se queja de su suerte (tal como ya vaticina el título) y da por sentado una especie de «inocencia» al explicar que solo usa su inteligencia para cultivarse sobre la sabiduría del mundo y nada más. Es una declaración de humildad, de modestia, casi de sumisión ante la mirada inquisidora de los hombres de su época. Una bandera blanca que alza en su defensa.

Entre estos múltiples opuestos fluctúa la esencia sorjuanina. El deseo que se convierte en acción. El deseo que se convierte en una necesidad imperiosa de libertad. Y la geometría lírica de su obra nos muestra a un alma inquieta que carambolea en búsqueda de esa libertad. Pasa de la luz a la sombra, de la sombra a luz y en esa extremidad busca sobrevivir. Todos sus sonetos (como para acortar en algo la totalidad de su producción poética) se inician con una problemática que Sor Juana buscará resolver. Un acertijo que se le ha presentado y solo a través de la pluma podrá solucionar. En el caso de Que da medio para amar sin mucha pena, vemos esa problematización inicial que es el leitmotiv de su lirismo:


Yo no puedo tenerte ni dejarte,

ni sé por qué, al dejarte o al tenerte,

se encuentra un no sé qué para quererte

y muchos sí sé qué para olvidarte.


Pues ni quieres dejarme ni enmendarte

yo templaré mi corazón de suerte

que la mitad se incline aborrecerte

aunque la otra mitad se incline a amarte.


Si ello es fuerza querernos, haya modo,

que es morir el estar siempre riñendo:

no se hable más en celo y en sospecha,


y quien da la mitad, no quiera el todo;

y cuando me la estás allá haciendo,

sabe que estoy haciendo la deshecha.


El amor y el odio son las luces y las sombras mismas que bien podría haber plasmado Caravaggio en su obra pictórica. En las tinieblas se hallan las más secretas emociones de una mujer que anhelaba el amor y lo vivenciaba con dolor. Su libertad se ha visto coartada. Pero no hablamos solo de una libertad sexual, sino de una libertad intelectual. En esas mismas tinieblas, en la oscuridad e intimidad de su habitación, sor Juana esconderá sus libros para poder leerlos sin censura. Es la pluma nocturna, mas no funesta que elige las horas de la noche para dar luz a su intelecto.

Sor Juana se halla ella misma inmersa en una arquitectura sólida que cimentó a fuerza de un arduo trabajo intelectual: de escritura, de lectura y de reescritura. De soledad callada y fuerza sabia donde fábula y existencia se funden para hallar un lugar de seguridad, de recogimiento en un terreno hostil, peligroso, donde la Inquisición tomará el lado oscuro de la Contrarreforma. Juana Inés se sirvió del Barroco porque, quizás, en todo ese artificio y pomposidad podía esconder su hambre y determinación.

Como la Judit de Caravaggio sostiene la espada con determinación y fiereza, sor Juana sostiene la pluma para ponerla al servicio de lo que ella consideraba su bien más preciado: su intelecto. Y en el exagerado dramatismo de un movimiento artístico y literario, oscilará entre luces y sombras para convertirse en su exponente más claro y preciado.


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