Por Iria Fariñas
Ilustra Sofía Brunetto
Nunca hay silencio de verdad, ¿lo oís? Es como un eco de las respuestas que llegan tarde, una reverberación permanente de cámara defectuosa que divide las velocidades de voz e imagen. Aunque mantengamos los labios pegados, las intenciones se escuchan, no sé si a modo de reflejo o de exceso o quizá de poso. Es un sonido tan incontenible como moderado: nunca le falta tiempo ni espacio ni encuentra su medida máxima. Se multiplica en su regurgitación. Me recuerda a la presión de los días nublados.
Hoy hace un sol ineludible que me calienta la nuca mientras aprieto el paso. Intento no golpear la acera con las suelas de mis zapatos, los cuales compré por lo discreto de su pisada. Mi respiración se caldea contra la mascarilla. Me gusta que las bocas estén tapadas, aunque tampoco así se logre el silencio. Los días soleados parecen acentuar el volumen de todo lo que tocan, desde los cuerpos orondos hasta el acto viscoso de los abrazos. En los días nublados, en cambio, se produce una especie de precaución no apalabrada e incluso los tubos de escape de las motos eructan como de puntillas. A lo mejor, el idioma del cielo se parece al de nuestras bocas; por eso las religiones, incluida la ciencia, aspiran a alcanzarlo.
Cómo nos gusta mirar los laberintos propuestos por otras personas. Eso también tiene su vibración específica. Rebota en sus esquinas, en sus curvas, en su suelo pisoteado por todos los intentos de alcanzar un centro que no existe. Especialmente en los laberintos invisibles, los que encerramos en el cráneo y se traducen en nuestros intestinos, esos que nos desnudan de todas nuestras pretensiones de parvulario, como si creernos un puesto o un nombre lo convirtieran en realidad. Desnudos, hablamos con otro tono de voz, pero no sé si para camuflarnos de otro modo o si acaso ese será nuestro auténtico timbre.
Siempre llega antes la respuesta que la pregunta, aunque se han empeñado en convencernos de que el orden es el contrario; por eso existe la política. Al fluir natural de las cosas se le ha llamado instinto. Los animales tuercen las orejas cuando intuyen algo. Los humanos poseemos oídos inútiles que ya no saben moldearse en busca de ondas ni adoptan la forma previa a la reacción. Nuestros cuerpos ahora son una revuelta en nuestra contra: tropiezos, deslices, vacilaciones. En este tartamudeo ha nacido el concepto de la suerte: quien confía en ella es porque se ha rendido al ruido y a la ceguera que provoca.
Cualquiera con un mínimo de conciencia entendería que esta situación que vivimos y que tantos llaman «encierro» es, en realidad, idónea: por fin un regreso a la reclusión, al recogimiento, una oportunidad para rescatar lo poco o casi nada de utilidad que reste en nuestro interior, para digerirlo de una vez y nutrirnos de ello. Cuando anunciaron la pandemia y el Estado de Alarma, comprendí que esto era lo más parecido a la suerte que íbamos a conocer jamás, un brazo extendido ofreciendo el rescate de toda nuestra especie. A pesar de ello, cada vez estoy más convencido de que no tenemos salvación, de que somos un estornudo que nunca acaba.
Los vecinos (y los vecinos son todos porque todo el mundo es vecino de alguien y ese alguien, a su vez, vecino de otros) sembraron ruidos nuevos, esta vez de manera organizada: aplausos a las ocho precedidos por el himno nacional, cacerolada a las nueve, violinistas y aficionados a aporrear la guitarra que se sientan de repente en el alféizar de sus respectivas ventanas y provocan que, encima, se reaviven los aplausos otra vez. Además de que ahora los sábados y domingos a mediodía se han sumergido en propuestas musicales cada vez más aborrecibles que retumban desde altavoces prohibitivos. Los televisores y los ordenadores se encienden cada día sin descanso. Suena un zumbido encadenado de voces pixeladas y un ¿me oyes?, te has congelado, espera, que se corta continuo, y los pasos de zumba estallan contra los suelos de linóleo o de parqué sin importar la hora que sea, y el repiqueteo de las cocinas ha adquirido la persistencia de las vacaciones, y los niños ríen y lloran en los balcones y hasta los matrimonios han regresado a la costumbre de los coitos. El estruendo ya no conoce de descansos y su transformación en rutina es sobresaliente. Me temo que ya no es reversible.
Alcanzo la puerta del almacén otro día más, frente a la cual ladra un perro con ojos de rata. Hace ademán de morderme la pernera del pantalón mientras su dueña está demasiado ocupada deslizando el sudor de sus dedos sobre la pantalla del móvil. Chof, chof, pip-pip. La percusión de la idiotez. Esta mujer tiene una sonrisa ladeada que demuestra su condición abiertamente, justo por encima de una mascarilla de tela con estampado de fresas cuyo objetivo parece ser sujetarle la papada. Entro al almacén con el regusto de la bilis de algo que siempre he percibido latente, una nana desconocida incubándose en algún rincón pestilente de mis órganos, a salvo de los graznidos del mundo. Algo así como una determinación que se hubiera ramificado hasta alcanzar todos mis nervios desde el páncreas hasta la punta de los dedos, algo como un laberinto de esos que desvisten el cuerpo de sus estupefacientes, algo como esas respuestas que siempre llegan antes que las preguntas pero a las que mantenemos huérfanas del silencio que necesitan para amamantarse. Mientras me adentro en los olores a polvo, grasa y acidez de pieles que se desechan, entiendo que las respuestas también se crían en condiciones hostiles, que el ruido ha llegado a un nivel tan insostenible, tan epiléptico, que ha sido como una descarga o un reinicio de mi cerebro o mi instinto o mis orejas: sea como sea y aunque cueste creerlo, ha ocurrido.
Saludo con un breve asentimiento a mis compañeros de trabajo, que comprendieron hace años que no iba a ceder ante sus tentativas de conversaciones y a los que a veces oigo reírse a mis espaldas. La risa me resulta una prolongación más de la deficiencia general, como el mordisco descontrolado de un conejo rabioso. ¿Qué sentido tiene masticar el aire? El aire está para respetarse. La distancia de seguridad es uno de los conceptos de la pandemia que más agradezco: si no podemos alcanzar el aislamiento del oído, qué menos que proporcionar a nuestros cuerpos el mutismo que se merecen. Tanto sobarse, restregarse, rozar las partículas de suciedad de los unos con los de otros, empotrar nuestros olores corporales, embutir nuestras formas como si fuéramos piezas de un Tetris vomitivo.
Me cambio la mascarilla y los zapatos por otros que traigo conmigo. Me echo mi propio gel desinfectante, aunque desde que todo esto comenzó, la empresa lo facilita. No veo qué sentido tiene que todos toquemos el dispensador. Amaso la forma de mis nudillos, de mis tendones, de mis uñas y mis huellas bajo el tacto lubricante del gel. Al ponérmelos, los guantes de plástico se adhieren, babosos. No retiro la mirada de las burbujas, estrías y planicies que contienen mientras alguien me recita los productos que hay que sacar de la cámara frigorífica, desembalar, limpiar, cortar. Me lo dice todo demasiado cerca. La ondulación de su aliento me repulsa. Me alejo un paso sin mirarla.
Voy hasta la cámara frigorífica. La nana por fin ha terminado su período de incubación. Es la hora. Abro la compuerta en un ángulo de cuarenta y cinco grados, lo justo para que mi cuerpo pase de lado sin tocar nada y para que se pierda la menor cantidad de frío posible. La cierro a mis espaldas. Nunca debemos cerrarla. Es una de las consignas que más nos repitieron durante las dos semanas de preparación, dos semanas que no se contabilizaban en el sueldo. La puerta apenas emite un breve lamento al encajarse.
Me siento en el centro, sobre el suelo pulido y blanco. Me rodean las patas de jamón ibérico, los salchichones, los chorizos, los fuets, las mortadelas, las vísceras, los hígados; todos sus colores sanguinolentos significan que ya no sudan ni se restriegan ni gimen. Cierro los ojos y tan solo escucho el zumbido del sistema de refrigeración, mi propia respiración y el quejido de mis órganos. Despacio, intentando pervertir mínimamente la magia del momento, me retiro los guantes, la mascarilla, los zapatos, los calcetines de la única marca que no me aprietan los tobillos ni se me enrollan como persianas despistadas. Desabotono la camisa con su tarjeta identificativa colgada del bolsillo delantero, la deslizo por mis hombros muy despacio, la doblo y la coloco junto al cinturón al que tuve que hacer un agujero de más, los pantalones que planché con raya esta mañana, los calzoncillos grises. Lo organizo todo y construyo un paquete, una ofrenda al silencio que deposito en una esquina antes de regresar al centro, porque en este laberinto no hay curvas ni susurros ni posibles equivocaciones, aquí sí que hay un centro reconocible, una meta. Me tumbo en él, con los brazos abiertos y los genitales retraídos. Aguardo.
De pronto, el desastre. Chirridos, un grito ahogado que se advierte como una rueda derrapando, pasos, más pasos, toda una percusión intrusa, voces que invocan una resucitación obligada, ¡me sacan de mi tumba! A rastras, porque no muevo ni un músculo. No abro los ojos. Alguien llora, creo que la que siempre huele a desodorante masculino y se rapa los laterales de la cabeza y habla muy alto y toca los brazos de la gente sin permiso. No abro los ojos, tampoco los aprieto, no quiero dar ninguna señal. Si la estupidez es suficiente, y espero que sí, ya que la ha sido para todo lo demás, me darán por muerto, ¡ojalá estarlo, habitar en la ausencia de todo roce y sonido!, y me llevarán a la morgue, quizá me introducirán directamente en un ataúd y me enterrarán y lo último que escucharé será el borboteo de la tierra cayendo sobre mi cabeza como los jugos de un estómago disolviéndome. Será la mejor banda sonora, la que se pronuncia hacia dentro. Controlo los movimientos de mi pecho para que sean imperceptibles e imagino el azul de mis labios por el frío, ojalá ellos lo interpreten como un signo inequívoco. Ojalá salir en los periódicos bajo el titular Le mató el ruido en lugar del frío, eso sería prensa auténtica, contando la verdad, por fin, la verdad que nadie escucha porque es imposible oír nada con esta saturación, con estos cerebros que necesitan llenarse de máquinas y pitidos y palabrería y asociaciones y nombres y caras, no como yo, yo que aspiro al vacío, a lo glacial, y mi cabeza es un templo sereno que expulsa todo lo superfluo con lo que nos cruzamos mi mente, mi cuerpo y yo, ¿qué soy yo? Mejor no entenderlo, comprender significa rellenar huecos.
Mientras arrastran mi peso muerto por el suelo y me dejan caer, mientras apoyan sus cabezas llenas de caspa y champús que quieren oler a pulpas exóticas sobre mi pecho, mientras violentan mi quietud, me concentro en el olvido. Creo que ahí estaré bien, donde todo sueño sordomudo se agazapa, donde el pecado de los tímpanos se sumerge por fin en el último bautizo y el hambre permanece en una danza esquelética. El olvido es un estómago gigante e insonorizado.
Cuando finalmente me introducen como un saco en la ambulancia y su sirena me sacude y me fisuran la piel para introducirme qué sé yo y me transformo en un compendio de chasquidos y chapoteos y órdenes ajenas, cuando las correas de la camilla se me clavan al frenar bruscamente en las extremidades y el torso, y el paladar se me inunda con las maldiciones del enfermero, incluso cuando la constancia del electrocardiograma me contradice, yo no desisto en mi convicción: la muerte me ha tragado entero, la muerte me ha tragado entero, la muerte me ha tragado como a una golosina por mucho que el ruido persista. Mantengo los ojos cerrados y finjo que no oigo, que no respiro, que no entiendo ni siento. Por mucho que me llamen con sus estridencias, no lograrán que vuelva de este estómago ausente, de esta única realidad.
(Madrid - España) Nació en 1996. Tras formarse en Artes Visuales, actualmente estudia Traducción e Interpretación en la Universidad Europea de Madrid y dirige el proyecto sociocultural Reescribiendo Nuestro Mundo. Tiene un libro de relatos y cuatro poemarios publicados. El último es Vista aérea (Entre Ríos Ediciones, 2020). Quedó finalista en el III Premio IASA de microrrelato y ha aparecido en diversas revistas, antologías y fanzines.
(Buenos Aires - Argentina) Sofía Brunetto es Profesora de Artes Visuales especializada en Grabado. Cursó la licenciatura en Artes Visuales en la Universidad Nacional del Litoral. Ejerció la docencia en el ámbito de la Educación Artística en el nivel primario. Dictó talleres para la infancia en centros culturales. Actualmente se desempeña como docente en el nivel Secundario, y en la Educación Superior en distintos Profesorados de Educación Inicial y Primaria, y en el Profesorado de Artes Visuales EMAV Lomas de Zamora. Participó y fue seleccionada en muestras colectivas de Artes Visuales y grabado: en la Bienal de grabado de Quilmes, en los salones nacionales de grabado de la Embajada de Palestina, en las muestras homenaje organizadas por el espacio cultural de la Biblioteca del Congreso Nacional, en el Mini Print Internacional de Rosario, entre otras participaciones. Su obra fue incluida en el archivo virtual internacional de grabado “World wide print” de Treviso, Italia.
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