Por Juan Francisco Baroffio
Asistimos al estreno de la obra de teatro y te contamos todo.
Hay palabras que no se pueden contener. Revientan todos los diques. Lo invaden todo. Nos inundan y nos rebalsan. Ese fluir de palabras incontenible nos puede arrastrar. Ahogar. Esto es lo que ocurre en Precoz, la obra de teatro de Ariana Harwicz.
Basada en su aclamada novela, con las actuaciones brillantes de Julieta Díaz como la Madre y Tomás Wicz como el Hijo, estrenada en la sala Dumont 4040 (Santos Dumont 4040, CABA), Precoz es un fluir de la conciencia desbocado. Una mujer, la Madre, comienza con este monólogo interno y no se puede detener. Su vida, el Hijo, el hombre, todo está atado a su palabra obsesiva y correntosa. La original adaptación de Juan Ignacio Fernández, reparte las palabras entre la Madre y el Hijo. Él está inmerso en la palabra caótica que todo lo subvierte. Es creado y creador del monólogo.
Es un espiral que se lo traga todo y lo vomita. La belleza del texto está escondida en lo corrosivo, en las piedras que rompen ventanas, en el erotismo desviado, en la obsesión tóxica y en las magistrales actuaciones que impactan y conmueven. La solidez actoral, bajo la dirección de Lorena Vega, que merece laureles aparte, se desarrolla en un entorno cruel y anestesiado. La Madre y el Hijo tratan de nadar las aguas de la palabra desbocada. Son surfistas maltrechos de una sociedad que tiene límites y leyes, pero no soluciones ni compasión. Los buenos actores solo dan lo mejor de su alma y talento cuando están bajo una batuta sólida y experimentada. Tal es el caso de la simbiosis que logran Díaz y Wicz con la guía de Vega. Y el público responde a este estímulo con sus silencios sobrecogedores, sus lágrimas, sus risas nerviosas y su ovación final.
Pensada como una crítica a las modernas sociedades europeas que, tras su bienestar económico esconden a los nuevos desclasados (inmigrantes, principalmente), la obra cobra un nuevo sentido al desafiar las ideas de la maternidad, del amor perfecto, de los límites y de la locura. Como a su autora, no hay cuestiones de pruritos o corrección política que censuren la creación y la palabra.
El trabajo de producción logra darle, a esta novela devenida en guion, una nueva profundidad. La música, compuesta por Sebastián Schachtel, es perfecta y atinada para acompañar el fluir de la palabra que es la protagonista. El vestuario de Julieta Harca es acertadísimo, dotando a los actores de una segunda piel que, ficticia, se vuelve real. La escenografía de Rodrigo González Garillo tiene un diseño austero, pero virtuoso ya que permite que la imaginación la transforme, como si se tratara de un lienzo, con las pinceladas de la palabra del monólogo que crea, engaña y destruye.
Una obra que tuvo que ver retrasado su estreno por la situación pandémica, hoy está causando sensación en la escena porteña. Es que la palabra, la literatura, no se puede contener. Hay que entregarse a ella.
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