Por Lucía Osorio
Un eslabón literario entre la música y el cine.
Mientras Leonardo Favio fue cantante, no dirigió películas. Cuando volvió a los rodajes, dejó la carrera musical. Muchos podrían decir que ambas carreras no podían convivir en su rutina, que un solo cuerpo no puede hacer dos vidas. Pero Favio lo hizo, a su manera.
El eslabón fue un gaucho y un libro.
A fines del siglo XIX, Juan Moreira es un gaucho trabajador que, como tantos otros, es objeto de abusos y humillaciones por parte de los poderosos. La historia comienza cuando Moreira debe escapar de las autoridades, en el momento en el que hace justicia por un pago que le correspondía y nunca le dieron. Moreira se enfrenta a la policía y su historia es difundida entre los paisanos y trabajadores, obteniendo así el respeto y la admiración del pueblo. «Juan Moreira es uno de esos seres que pisan el teatro de la vida con el destino de la celebridad» anuncian las primeras líneas del libro de Eduardo Gutiérrez.
Trasponer la poética y la musicalidad de un texto como este (1879) suponía un gran desafío. Sin embargo, Leonardo Favio fue el interlocutor ideal. En su película de 1973, que decidió titular igual al libro original, como Juan Moreira, Favio se propuso encontrar en el corazón de la prosa, una potencia melodramática y social que también le pertenecía a su propia visión. Lo que hacía Favio en sus películas era cuasi revolucionario. Único en su tiempo, se oponía a la tradición de un cine argentino que imitara las estéticas europeas, y creía en un cine con el que el pueblo pudiera dialogar e identificarse. Pero, lejos de lo simplista o alienante, proponía un uso del lenguaje audiovisual cercano a lo kitsch. Mezcla casi collage de íconos o consumos culturales populares con una historia literaria y letrada, que aún proviniendo de un escritor de élite - Eduardo tenía facilidad para los idiomas, hablaba el francés, el italiano, el portugués y barruntando el vasco y el alemán - narraba la historia de un hombre al que no le sobraban las oportunidades.
«Nunca se le había visto beber con exceso, ni andando en aquellas fatales parrandas de los gauchos donde nacen las peleas que terminan generalmente enterrando un cadáver más en el cementerio y proporcionando una nueva alta a los cuerpos de caballería que guarnecen las fronteras, cuerpos de línea que guardan las leyendas más tristes de pobres gauchos enviados allí con el pretexto de ser vagos o no tener hogar conocido.»
Su aproximación a las narrativas folclóricas se siembra en este largometraje y se termina de cosechar en Nazareno Cruz y el lobo (1975), en donde Favio supo ver belleza en el material popular y reformular el mito. Quizás sea algo de todo esto el motivo por el cual la música en casi todas sus películas cumple un rol fundamental. Que el cine no es sólo imagen, sino imagen+sonido. Las notas de una chacarera o una cortina musical de tanda publicitaria se filtran en nuestros oídos y sin disimulo nos involucran como espectadores despojados de cualquier racionalidad. Allí nos mete, con todas las entrañas. Favio, a través del cine, hace música.
Muy atinada crítica, casi apología de un filme que merece ser mas conocido y debatido. Gracias.