Por Ana Catania
Ilustra José Basesco
Esta mañana fui a sacarme los puntos de la cirugía de mi muela de juicio. Debería dejar de llamarla cirugía. Al fin y al cabo no hubo corte, no hubo bisturí. La muela estaba afuera. Cariada, destruida, pero afuera. Sin embargo, hablar de cirugía lo hace parecer más delicado. Brutal. Tampoco fueron puntos; terminó siendo uno solo. Horas después, le diré a mi marido, cuando me pregunte cómo estoy, cómo salió todo, que resulta más incómodo sacarse los pelitos del entrecejo con la pinza de depilar.
Cuando me despidió, el cirujano, lo hizo con un beso y una mano apoyada en mi otra mejilla: un gesto que suelen tener algunos hombres y que me resulta tremendamente irresistible. Estoy segura de que mi marido me besó de la misma forma la noche que nos conocimos, o tal vez se trate de la clase de engaño que ocurre cuando la memoria y la esperanza chocan. El cirujano ̶ a quien vi por primera vez hace dos semanas, momento en el que se convirtió en mi Premio Nobel de Medicina, y de la Paz ̶ , me dijo: que tengas un buen día, preciosa. En otro contexto, en otra circunstancia, esta sutil prepotencia me habría molestado. Pero no hoy, no con él, que hace dos semanas ejerció su oficio en mí de forma precisa y encantadora. Casi como un piloto que debe aterrizar su avión en una situación de emergencia, un tipo de aterrizaje forzoso, y logra desplegar su arte con elegancia y maestría. Hace su trabajo como sólo él sabe hacerlo.
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Entré al Cúspide de la esquina del consultorio sabiendo qué pedir. Rara vez me sucede esto de meterme en una librería con una decisión tomada, pero esta vez fue una excepción. Horas antes había visto, en el perfil de Facebook de uno de mis contactos, la foto de una página de un libro de Lydia Davis. Recordé que Lydia Davis era una escritora que tenía pendiente hacía años, y ahora la captura de ese microrrelato me convocaba de modo tenaz e íntimo. Era como si la cadencia, las palabras, me hubiesen sido destinadas. Sabía una sola cosa de Lydia Davis: estuvo casada con Paul Auster. Nunca leí a Paul Auster. No me avergüenza decirlo; tampoco me preocupa demasiado. Intuí, entonces, que iría a sucederme lo mismo que con otras escritoras esposas o ex esposas o amantes o discípulas de escritores hombres: se los terminan devorando. Y con ella, con Lydia Davis, no iba a ser distinto.
A Lydia Davis la conocía por una foto. Conocía su pelo finito, de bebé; su corte al mentón, perfectamente encastrado; las raíces canosas y las puntas castañas, con destellos rojizos. Conocía sus arrugas del entrecejo y las de las comisuras de los labios ̶ que son las marcas que más me gustan ̶ , la mueca de una media sonrisa, melancólica y vaga. Había visto sus ojos hundidos detrás de unos lentes cuadrados, con marco oscuro: ojos de un azul imposible, que combinaban con un sweater de cuello bote. Lydia Davis me recuerda a la madre de un compañero del secundario, que también es escritora, traductora y profesora. Y que también se llama Lidia, pero con i latina. Lidia, la madre de mi compañero del secundario, fue quien me hizo leer, en un taller de literatura anglosajona, a Toni Morrison, a Amy Tan, a Alice Munro. Fue, también, la primera feminista que conocí, si por feminista se entiende, a los ojos de una chica de quince años, una mujer que trabaja de lo que le gusta, que tiene la cabeza amplia como un mapamundi, que usa túnicas largas o blusas con estampados, y que nunca, pero nunca, lleva tacos. Y sin embargo, cada vez que iba a su casa, no dejaba de preguntarme qué hacía esa mujer viviendo con aquel hombre.
En la foto de Internet, Lydia Davis sostiene un gato joven, atigrado. Las pupilas dilatadas, la mirada en fuga, más allá del cuadro: el animal está y no está ahí. Parece que todo escritor necesita mostrarse con su gato en brazos, como si fuese un amuleto, o una muralla. O tal vez con el gato merodeando entre sus piernas, mientras escribe con lápiz o a máquina. Me desilusiona saber que si mi intención es convertirme, algún día, en una escritora publicada, mi gato jamás consentiría posar para esa foto.
A los pocos minutos de lectura, reclinada contra la ochava de un edificio art nouveau, ya estaba prendida. Fue una sensación similar a la que tuve, un año atrás, con Lorrie Moore: también norteamericana; también punzante, ingeniosa, implacable. En la librería me habían dicho que quedaba un solo ejemplar de Ni puedo ni quiero, el libro de relatos de Lydia Davis. Un libro que era mío desde antes de tenerlo.
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En el restorán de Callao y Santa Fe voy de las páginas del libro a la porción de tarta y bocaditos de ensalada. Por momentos lo dejo descansar entre mis manos ̶ acaso un amante, o una joya delicada ̶ , y miro hacia arriba, perdida en alguna idea que acaba de entrar, como un rumor, por mis oídos. Sé que debería ser más disciplinada con la escritura. Debería volver a escribir algo cada día: una carilla; o veinte, diez, tres líneas. Alternar los cuentos largos, en los que avanzo lentísimo, con escritos diarios. Un ejercicio, una gimnasia, que recomiendo a mis alumnos de taller y que yo evito desvergonzadamente.
Es que mis batallas con la escritura han ido ganando terreno. Me esfuerzo por cuajar dentro de una trama, de una historia. Y lo cierto es que raramente me atraen las historias; de hecho, cada vez me interesan menos. Al igual que a Lydia Davis, me resultan arbitrarias, caprichosas. Lo único que me lleva de los pelos es una voz, un fraseo, una combinación de palabras. Lo que en el fondo me interesa es abordar lo indecible, lo innombrable, el misterio. Quisiera ser capaz de pescar la entrelínea, de contar los silencios. Bailar, sin ninguna certeza o dirección, la música de los espacios en blanco.
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A medida que avanzo con la lectura, descubro otra cosa en común con Lydia Davis. En un cuento sobre comer pescado afuera, Lydia Davis dice que, para que pase algo de tiempo antes de comer otro bocado, o tomar un sorbo de su copa de vino, trata de leer; pero no puede. No logra entender lo que dice la página porque lee muy poco por vez. A mí me sucede lo mismo: comer se vuelve más urgente. Apoyo su libro a un costado para llevarme porciones de tarta y de ensalada a la boca, en sintonía con la mujer de al lado, que pidió el mismo menú. No dejo de pensar, como hace Lydia Davis con respecto a su pez espada, que debería comer más despacio o el plato se acabará demasiado pronto: algo que me causa una enorme tristeza.
Estoy tentada de pegar un grito de alegría cuando descubro otro ejemplo fortuito, otro ejemplo inesperado, de coincidencias entre Lydia Davis y yo. Porque quizás, querida nueva amiga Lydia, no seamos tan distintas. Leo su relato sobre Gustave Flaubert y una terrible experiencia en el dentista. Antes de que me sacaran la muela de juicio había pensado en cómo harían, siglos o décadas atrás, para pasar por este trauma, por este dolor. Sin drogas o anestesia, el dentista arranca el diente de un Flaubert acobardado; un Flaubert que, horas antes, en el camino, cruzó el mercado de Rouen, y después una plaza donde, de niño, volviendo una vez de la escuela, había visto una ejecución. La guillotina estaba ahí: lista para caer sobre la cabeza de un mártir. Entonces Flaubert piensa en cómo, años atrás, aquellas personas condenadas a muerte solían entrar a la plaza aterradas por lo que estaba por sucederles. Al igual que él, en ese mismo momento. Sólo que para ellos era muchísimo peor.
Mi madre me dijo, semanas antes de la cirugía (insisto en llamarla así, sobre todo a efectos de este relato), que pensara en los hombres y mujeres que tuvieron que pasar por semejantes torturas. Poné las cosas en perspectiva, insistió. Y sin embargo, yo estaba demasiado ocupada en mi boca, en mi muela rota. En la idea de dolor en mi propio cuerpo. Es lo mismo que me sucede con la escritura: escribir se vuelve una urgencia egoísta, privada. ¿Qué necesidad, qué valentía, puede haber, entonces, en rescatar a una persona de una casa en llamas, en darle de comer a una criatura, en curar un cuerpo enfermo, en atender una plegaria? La escritura es un lugar raro, humilde y accesorio; un lugar innecesario, acaso inhabitable, del que, aunque lo intente, aunque me convenza de lo contrario, no voy a salir jamás.
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Suena Feist en el Starbucks de Coronel Díaz; una canción que me encanta y que se llama Mi luna, mi hombre. Qué cosa más sencilla y perfecta. Sigue la sincronicidad de viernes; la alineación de planetas para generar algo bello y placentero. Pienso con cuán poco soy feliz a veces. Con este caffè latte, por ejemplo. Con la música. Con el libro que espera pacientemente dentro de la cartera. Todas estas cosas deberían decir algo de mí.
Voy cargando varias bolsas a la vez. Decido poner las dos más chicas dentro de la más grande para no ir molestando a la gente a mi paso. Mi marido suele llamarme la atención con esta manía de cargar bolsas de más; con esta insistencia en la torpeza, en la incomodidad. Lo que no sabe es que a menudo tengo la fantasía de que abandono el mundo, o me mudo una noche, intempestivamente, después de guardar la mayor cantidad de cosas posibles, no en bolsos, no en una valija con rueditas, sino en bolsas. Atravieso la puerta de casa con mis pertenencias dentro de bolsas de diferentes colores, texturas, tamaños. Me da la sensación de que cargo con diferentes pesos distribuidos, un poco caprichosamente, en distintos recipientes: a cada cosa le toca un lugar, su espacio. Así salgo de casa, aferrándome a mis pesadas bolsas, tres en cada mano, calculo, no más; las bolsas golpeándose entre ellas, chocando como látigos contra mis piernas.
Cierro los ojos, apenas, un par de segundos. Debe verse como si disfrutara de la música del Starbucks de un modo concentrado e íntimo. Vuelvo a pensar en Lydia Davis y en esta reciente convicción de escribir algo todos los días, a modo de ejercicio obligatorio, con la extensión que le corresponda, sin mínimos ni máximos. Empiezo, entonces, a escribir, veloz en mi cabeza, como cuando era chica, y me atraía la idea de pensar y escribir al mismo tiempo: un tecleo incesante, errático. Qué diferente es la historia cuando estoy sentada frente a la pantalla en blanco. Qué distinto es cuando escribo con la intención de avanzar hacia algo, de dar cuenta de este nudo de ruidos y manchas y voces. Cuando salgo en busca de la palabra, del fraseo perfecto: una utopía, un imposible, un inalcanzable. Y sin embargo, tengo la esperanza de que algún día esa palabra va a llegar. Va a llegar, y va a ser, parafraseando a Jack Kerouac, simple y preciosa.
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En la tapa del libro, Lydia Davis cuenta que le negaron un premio literario porque dijeron que era una escritora perezosa. A mí me gustaría poder hablar con ella, tranquilizarla, confesarle: no te preocupes, somos dos, querida nueva amiga Lydia. En su caso, lo que querían decir con perezosa era que usaba muchas contracciones: una estupenda pornografía sintáctica que tiene el idioma inglés. Es decir, no escribía las palabras enteras cannot y will not, sino que en su lugar las contraía a can’t y won’t. Ni puedo ni quiero. Y entonces pienso, mientras me subo al colectivo con destino al bajo, con el atardecer cayendo a mis espaldas, un cielo rosa surcado por anchas bandas moradas: ojalá yo tuviera ese mismo problema, querida nueva amiga Lydia. Ojalá.
(Buenos Aires - Argentina). Nació en 1980, en Capital Federal, y se crió en el sur del Gran Buenos Aires. Estudió Filosofía y trabaja en Educación desde hace veinte años. Completó la formación en Escritura Narrativa en Casa de Letras, y desde 2013 realiza tutoría de obra con José María Brindisi. Coordina talleres de lectura y escritura desde 2014. Colaboró para distintos medios gráficos y digitales como Conga, Encerrados Afuera, Style BA (Time Out), Bla (Uruguay), Sede, Con-versiones, Escritores del Mundo. Entre 2014 y 2017 fue editora de la revista Olfa, de distribución gratuita y versión digital. Publicó el libro de cuentos Nada dentro salvo el vacío (Añozluz editora, 2019).
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