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La viralización del zen, por Gonzalo Gossweiler

Actualizado: 15 jul 2021

Por Gonzalo Gossweiler


Ilustrado por Salomé Landívar




Hasta el año pasado las redes sociales eran un fenómeno previsible que mantenía la misma estructura de siempre. Texto, fotos, audio, videos y sus variantes eran creados por unos usuarios y consumidos por otros a través de pantallas. Mientras las aplicaciones se sofisticaban con geolocalización y reconocimiento facial, al final no eran más que posteos que nutrían muros y timelines en monitores, smartphones y tablets. Si bien las redes ya eran una parte fundamental de la civilización, aún no lograban dar el salto que las emancipara de la bidimensionalidad de sus soportes en Internet.

El mundo reclamaba vivir en las redes sociales y no solo mostrarse en ellas. Era cuestión de tiempo hasta que la gran herramienta de socialización del siglo XXI encontrara una fisura en la lógica binaria y pasase a formar parte de lo tangible. En cierta manera.

La realidad aumentada tuvo un revival con Pokémon Go. El entusiasmo dio nuevas energías y financiamiento a los Google Glass, esos anteojos con una pantalla transparente. La empresa decidió arriesgarse pese a las advertencias de los expertos de marketing que predecían un mal desempeño del producto en base a múltiples sondeos y focus groups en cinco continentes. Los anteojos se produjeron de a millones.

Meses después del tibio recibimiento inicial de los techies, ya casi nadie los usaba. Los excedentes de la empresa estadounidense fueron a parar a pueblos carenciados de Sudán del Sur y Somalia como parte de la estrategia de RSE de Google.

En su columna «Las gafas de la abuela», el periodista español de tecnología Jesús Aldazabal apuntó contra el talón de Aquiles del producto: «Los Google Glass son una estafa, apenas un apéndice del teléfono móvil. Uno puede ver en el mundo real etiquetas de lugares, mapas, datos del clima, la hora, dar comandos de voz, o atrapar a Pikachu en la esquina de un prostíbulo, justo como en un móvil. Sin duda lo peor es su relación con las redes sociales ya que se limita a notificaciones cuando te llega un tuit o alguien te deja un comentario. Se puede responder de manera muy austera. No hay forma de incluir un meme o un gif. ¿Tanto jaleo por esto? Es apenas un smartwatch pretencioso que saltó de la muñeca a la cara. Un desperdicio de dinero».

Fue en ese momento en el que dos hermanos, los mellizos Ordóñez de Argentina, cambiaron la historia de la realidad aumentada.

Los Ordóñez, vecinos del barrio porteño de Constitución, eran dueños de un local de vinilos y asistían con frecuencia a los remates de aduana. Hubo una oferta pública de un container de anteojos gruesos de pasta sin aumento, lentes de facha les decían ellos. Los Ordóñez lo compraron como parte de un lote que incluía un cargamento de Google Glass que no había sido reclamado por los importadores. Casualmente, los marcos de los anteojos de estilo retro y los vidrios de los lentes del Google Glass coincidían. Con un poco de pegamento los hermanos crearon los Anteojipster y los pusieron a la venta en Mercado Libre por el valor de un salario mínimo. El éxito fue inmediato.

Los Anteojipster se convirtieron en el accesorio obligatorio de oleadas de jóvenes que recorrían las calles con sus pantalones achupinados, camisas de manga corta sobre camisetas de manga larga, auriculares voluminosos, vestidos de corte retro, cabelleras descuidadas, barbas con gel, tatuajes, gorros, moños y cortes de pelo con el denominador común de afeitar los costados de la cabeza. Los jóvenes podían encontrar señalizados en sus lentes de realidad aumentada los mejores restoranes de comida vegana, sacarle una foto con filtro a un plato de tubérculos en cama de espárragos a las brazas y subirla a Flicker para sentirse parte de una revolución visual y llegar a miles de seguidores.

El local de vinilos de los Ordóñez estaba señalizado en Google Maps y FourSquare. Además, una guitarra Gibson de un kilómetro de altura lo identificaba desde cualquier punto de la ciudad si se miraba a través de los anteojos. Los locales de tatuajes proyectaban en sus frentes videos y fotos de sus trabajos. La gente sin Anteojipsters se quedaba extrañada al ver los usuarios de esos lentes mirar paredes en blanco o interactuar con cosas inexistentes en la vía pública.

El cambio de paradigma se dio cuando los hipsters empezaron a mostrar sus posteos y actualizaciones de estado de las redes sociales en esa realidad mixta que sumaba herramientas. «Vivir solo cuesta vida. Comprate una», decía la frase rematada con el pajarito de Twitter que en letras rojas brillaba sobre la cabeza de una chica con un piercing en el andén de la estación Palermo de la Línea D de subtes. Un tipo alto, flaco, con pantalones arremangados casi hasta la rodilla reproducía en Vimeo y mostraba sobre su espalda el último video de Grizzly Bear. Detrás una fila de seguidores, todos con sus Anteojipster, discutían sobre si la banda había pasado de la genialidad a ser basura luego del primer o segundo disco.

Los hipsters llevaban las redes sociales tatuadas en la piel, visibles para quien quisiera enterarse de cómo habían restaurado un gramófono o creado un ambiente vintage en sus departamentos con artículos baratos del Barrio Chino de Belgrano, ladrillos pintados y pallets de descarte. En Villa Crespo, los que hacían la cola que daba la vuelta a la manzana para entrar a Café San Bernardo podían seguir en las proyecciones sobre las marquesinas de la calle la transmisión en los live de Instagram de lo que sucedía dentro del café. En el Salón Berlín esperaban un recorte de barba y bigotes ojeando, como si fueran hologramas, revistas de arquitectura alemanas en Pinterest. Todo gracias a los Anteojipsters. De a poco se coló la publicidad, que interrumpía temas de The Field y maratones simultáneos de Stranger Things en restós de Palermo. Pantalones con tiradores de Bolivia y vasos con forma de tarros de mermelada se colaban en las retinas y se pagaban por PayPal.

Los Anteojipsters fueron la punta del iceberg. Muchos curiosos que no seguían esa moda se sumaron al uso del dispositivo para exhibir sus fotos en Snapchat con lengua y orejas de perro o compartir con los transeúntes una canción de Romeo Santos reproducida con mal audio en videos de TikTok. La app de Boca Juniors permitió teñir los edificios de azul y dorado; la de Cuestión de Gordos calculaba las calorías de la comida con premios y castigos; la de la ciudad de Buenos Aires eliminó la señalización urbana física y llenó las calles de indicaciones virtuales que flotaban en las esquinas con nombres de calles, puntos de interés y consejos de reciclaje. Cuando alguien pasaba cerca de las señales, estas se filtraban en sus muros, se compartían y se likeaban automáticamente. Todo era visible para todo el mundo, las redes rodeaban a los usuarios como una segunda piel holográfica que los demás transeúntes espiaban.

El fenómeno que explotó en la capital argentina se contagió al resto del país y a Uruguay. Como los Anteojipsters no tenían patente fueron pirateados a toda velocidad y llegaron versiones económicas. Se los definió por su uso: anteojos para visionar, palabra que se resignificó como el verbo de observar o escuchar algo de la virtualidad en una ubicación del mundo real. Al poco tiempo a los lentes se los llamó visionadores. Tener unos para visionar y ser visionado en las redes sociales era un artículo obligatorio para pertenecer, como un celular de último modelo o unas zapatillas de marca.

El resto del mundo, siempre a la saga, visionaba la tendencia del país de Maradona y Messi.

Los visionadores veían la realidad con ojos de redes sociales. En vez de autos en las avenidas, veían tuits. Por ejemplo, esperaban para cruzar el semáforo de Callao y Santa Fe una decena de mensajes, entre ellos el de @Hortilorda que anunciaba «Pesadilla es tener acné en las nalgas». Los restoranes cubrían sus fachadas con las fotos de Instagram de sus clientes, y el newsfeed en tiempo real ascendía del piso al cielo. El usuario ReinaBatata quedó en el podio de likes con una fugazza rellena de La Mezzetta en donde la muzzarella desbordaba la porción. La comunidad china usaba Weibo en sus supermercados y Roberto Xian Ping instauró la moda de poner extras virtuales de su país de origen, avatares de sus propios contactos, que recorrían las góndolas como si estuvieran en una atracción turística. Algunos decían que eran de adorno, otros que controlaban que no hubiera robos de mercadería.

El consumo de Ibuprofeno y Ritalin se disparó cuando estuvo disponible la versión de Android 5.2 Marroc que actualizó el sistema operativo de los lentes visionadores e introdujo la característica de transparencia. Fue cuando los dolores de cabeza se potenciaron. El mundo físico desapareció y se pasó a visionar múltiples capas de contenido digital. La sucesión infinita de superposiciones hacía posible ver desde Paraguay el Facebook de Arthur Smith, en Australia, si se miraba hacia el suelo y se hacía zoom. Arthur aparecía en su foto de perfil abrazado a un canguro, ambos con gorras de los Chicago Bulls.

Los gobiernos se apuraron a señalizar límites de calles, desniveles y otros peligros para los visionadores urbanos, propensos a los accidentes derivados de la impenetrabilidad de la materia. El campo se convirtió en un desierto analógico, una imagen en negro.

El porno, como siempre, no tardó en aparecer. Una app muy popular fue Embolados, que a través de un algoritmo de reconocimiento facial identificaba a las personas que uno visionaba, les investigaba sus fotos en la nube y creaba una imagen desnuda de la persona. El usuario de la app podía caminar por la calle viendo a todo el mundo en una convincente y absoluta desnudez. Pese a su elevado valor en Apple Store y Google Play (150.000 pesos, equivalente a tres salarios mínimos), se vendieron millones en el país gracias a que fue incluido en el plan de Ahora 48.

Se dejó de vender pintura, porque la gente pintaba con la paleta de colores de sus visionadores. La ropa que se vendía se limitó a remeras y pantalones de jogging ya que todos configuraban encima de su cuerpo la vestimenta virtual que querían, más cara que su contraparte de tela. El gusto no se podía engañar, pero los planes sociales incluían unos visionadores que, al menos para la vista, convertían polentas y fideos secos en atractivos platos de tres estrellas Michelín.

Las mejoras virtuales convirtieron en obsoletos al maquillaje, las cirugías estéticas, las peluquerías. De una paleta de skins se podía elegir cualquier configuración corporal deseada y resultar una copia fiel de Margot Robbie o Bradley Cooper. Uno podía verse como quisiera y por las calles del mundo andaban millones de dolpelgänger que generaban confusiones a diario. También uno era capaz de no ver a quien no quería y la opción de bloqueo provocó indignación de los afectados y numerosos asesinatos en venganza. Las publicidades cubrían todo, como una nube de langostas con luces de colores y melodías superpuestas.

La realidad, más que aumentada, era paralela.

Hasta que apareció Jinanzen Tokufu y todo cambió con el movimiento zen en las redes.

Tokufu era un estudiante budista de Kioto que había ingresado al templo Ryoan de la escuela Myoshinji de los Rinzai para convertirse en sacerdote. A los pocos meses y con 20 años tuvo una discusión con un superior que lo descubrió quebrantando la estricta dieta vegetariana. Tokufu salió del templo masticando una hamburguesa de MacDonald's frente a los demás acólitos. Se contactó con un tío abuelo que había emigrado a Argentina en los '60 y atendía un restorán de sukiyaki en San Telmo. El anciano le pagó el pasaje a cambio de un par de manos que lo ayudaran a atender el local.

Tokufu aterrizó en Ezeiza y antes de salir del aeropuerto ya le habían dado unos visionadores junto con los formularios de migración. El shock cultural le provocó ataques de pánico durante semanas. Había pasado de la reclusión, el aislamiento y la meditación a la vorágine de la realidad explotada, la virtualidad que solapaba los sentidos.

En un post Reddit dedicado a programación HTML5 encontró Tokufu los rudimentos que necesitaba. Con dedicación creó una app que fuera un filtro Zen de la realidad, una forma de calmar los estímulos y volver a conectarse con Buda. La aplicación se llamó ReZen, la primera de realidad disminuida y un éxito planetario que se propagó desde Google Play.

Menos es más, era el subtítulo de ReZen. Al instalarse en los visionadores el universo virtualizado se convertía en bosquejos de figuras blancas. Los edificios se transformaron en cajas pintadas con cal, las calles en jardines Zen de arena blanca, los semáforos brotaban arroyos según correspondiera el tránsito de autos que eran piedras en movimiento. Al visionante las personas le parecían árboles cuyas hojas silbaban al viento.

«El cuerpo es el router del alma», decía Tokufu transmutado en cascada al dar sus oraciones de los domingos a la tarde en Parque Lezama. Millares de seguidores lo reverenciaban e interpretaban el fluir de sus aguas. Con la realidad disminuida del Rezen, un plato de fideos con estofado se visionaba como brotes de soja o como simple aire. Y el aire alimenta al ser, decían. Los auriculares de los lentes filtraban el ruido y lo anulaban. A cero decibeles los creyentes del Zen de la Verdad escuchan sus propias funciones corporales.

A través de un streaming en Facebook proyectado en el Luna Park, Tokufu evangelizó al mundo: la duda ya no era conocer el sonido de una sola mano que aplaude, para llegar al Nirvana y verle el rostro a Buda era necesario descubrir otros enigmas, como cuántos peces se ahogan en el fondo del mar, o si una contraseña de espacios en blanco es una contraseña.

Al tiempo Tokufu se retiró a una isla que compró en Okinawa con las regalías de ReZen. Desde ahí la escuela del Zen de la Verdad tomó la posta.

Las redes sociales se conformaron en el templo del Zen wireless que unía a la humanidad. El fenómeno se viralizó a cada rincón donde llegara la fibra óptica o el 5G. Se multiplicaron las actualizaciones de estado que alentaban a buscar «la calma que llega con la quietud del deseo». Fue icónico el meme de un pokemón con la leyenda «calmenzen». Hubo miles de terabytes de imágenes de piedras con indescriptibles cualidades relajantes que inundaron muros y fotos de perfiles.

Con el ReZen los creyentes viajaban en trenes rebalsados, pero la fe los hacía visionar vagones vacíos. Los transeúntes le daban play a listas de Spotify tituladas «el bosque en una primavera húmeda», «crujir de hojas secas» y los más elevados en la nueva religión se compartían pistas de audio con diversos tipos de silencios. Instagram explotó de caligrafía japonesa que pocos sabían leer, en Pinterest desfilaban álbumes de bonsáis e ikebana, en Twitter abundaron los haikus de una palabra y en TikTok lo habitual era ver jardines zen de escritorio que se redibujaban una y otra vez. «El infinito es el fin del principio», postuló Rómulo González, santiagueño mano derecha de Tokufu que condujo el Zen de la Verdad.

El despertar a la naturaleza búdica llegaba con la iluminación y para eso era un paso fundamental la negación del individuo. «Renunciar a ser visionado es la mayor caridad», dijeron, y de un día para el otro se volvieron invisibles para los visionadores. Los niños crecieron con padres que eran voces que recitaban sutras sobre sus moisés.

«Las palabras son ilusiones, lo visionado es el sueño de una ilusión», proclamaron. Las ciudades se transformaron en silenciosos desiertos de arena blanca sin siquiera surcos. «Si usas tu mente para visionar la virtualidad, no entenderás ni tu mente ni la virtualidad. Si estudias la virtualidad sin la necesidad de utilizar tu mente, comprenderás ambos», explicaron con cantos que se elevaron al cielo en todos los idiomas.

El planeta enmudeció.

Al final, como de cualquier moda, las personas se cansaron. Los primeros en rebelarse fueron los habitantes de la localidad bonaerense de Longchamps. Peregrinaron por las vías sin uso del tren Roca y avanzaron por la ciudad vacía. En el Obelisco hicieron una hoguera de lentes visionadores.

En semanas el resto del país los imitó y la realidad volvió a sus paredes de cemento gris, veredas sucias y el nostálgico coro de bocinas de las calles.


 


Es licenciado en Ciencias de la Comunicación y trabaja como periodista de Ambito.com y Ámbito Financiero. Publicó el libro Antártida, dentro de la colección Leer es futuro del Ministerio de Cultura de la Nación. En 2019 publicó Los hologramas no hacen compañía con China Editora. Escribe historias de ciencia ficción y artículos sobre cultura y literatura.



Salomé Landivar es traductora, intérprete y profesora de francés. Se formó en el IES en Lenguas Vivas "J. R. Fernández" y actualmente estudia la carrera de Especialización en Traducción Literaria en la FFyL, UBA. Se especializó en traducción editorial y audiovisual y es traductora regular para la revista ChEEk en Argentina. Le gusta escribir y sacar fotos para ilustrar lo que escribe..

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