—¡Abran! —ordenó el sargento Villasana, al tiempo que golpeaba la puerta del tercero B— ¡Es la PolicÃa!
Volvió a apoyar la oreja en la puerta y confirmó que no escuchaba voces ni el menor ruido. En medio de la noche, los vecinos del departamento de Lomas de Zamora habÃan denunciado alaridos: «Como si estuvieran matando a alguien», se registró en el 911.
—¡PolicÃa! —gritó Villasana, por segunda vez, como lo establece el protocolo, mientras levantó el pulgar en una seña a los dos polis que lo acompañaban.
Uno de los agentes alzó el ariete de metal. El otro se quedó estudiando ese cilindro pesado y robusto de algo menos de un metro de largo hasta que descubrió las agarraderas en el otro costado. Empuño el ariete y, junto a su compañero, se alejaron para tomar impulso.
¡PUM! En el primer intento la puerta tembló con un sonido a madera quebrada.
Un policÃa se acomodó el barbijo que se le habÃa deslizado por debajo de la nariz, volvió a tomar el ariete con las dos manos, y le dijo «Vamos» a su compañero.
¡PUM! En el segundo intento la puerta se abrió de par en par. Quedó oscilante y torcida, seguramente se habÃa desprendido de una de las bisagras.
El sargento Villasana, pistola en mano, dio el primer paso hacia adentro del departamento.
—¡PolicÃa! —gritó, y olió un fuerte olor dulzón, como de alguna bebida alcohólica. Con la espalda apoyada en la pared del pasillo, avanzó hasta que pudo asomarse al living, mientras los otros lo seguÃan a corta distancia.
Levantó la mano, ordenando detenerse, y se quedó observando la escena: una señora, aparentemente de mediana edad, yacÃa despatarrada en el parqué en medio de un charco de sangre, las rodillas dobladas hacia la ventana y la cara apuntando hacia la entrada. TenÃa los ojos cerrados, la boca abierta en un grito mudo, la mandÃbula desencajada, la piel de un amarillo inerte. En el costado del cuello, Villasana notó una herida profunda, un desgarro.
Como si le hubieran arrancado un pedazo, pensó. Aunque ya dejó de sangrar.
Él no habÃa presenciado muchos asesinatos en su carrera de policÃa en la que mayormente perseguÃa ladronzuelos de casas y de celulares. No dudó de que aquella mujer estaba bien muerta, aunque se preguntó si debÃa verificarlo tomándole el pulso. Mejor después, se contestó.
En el piso, al costado del cuerpo, reconoció lo que parecÃa el arma asesina: media botella partida de la que aún colgaba la etiqueta de Smirnoff. En los vidriosos filos vio el rojo oscuro de la sangre seca.
Frente al sillón, el televisor estaba encendido proyectando el catálogo de pelÃculas y series de Netflix, aunque enmudecido.
Sobre la mesa ratona habÃa una caja de remedios abierta.
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«Dale, cagón. Prendete» leyó Camilo en su celular.
Sus amigos le insistÃan para que fuera a lo de Irina. Estaba repodrido del puto aislamiento en que lo habÃa metido el puto COVID. Y sus amigos tenÃan razón al llamarlo «cagón»: le daba miedo encerrarse en lo de Irina —un departamento de dos por dos— a fumar y a chupar. Además, cada uno invitaba a otros chicos, y al final se juntaba una multitud.
Desde que habÃa empezado la peste, a sus compañeros les importaban nada las restricciones. En cambio, él, el «cagón», se cuidaba. Y al hacerlo, cuidaba también de no contagiar a su madre asmática. Al principio, los chicos se reunÃan en las plazas, aunque últimamente las fiestas clandestinas se improvisaban en casas y boliches. En donde pintara.
Ya desde primer año se burlaban de él porque se lavaba a cada rato las manos y jamás tomaba del mismo vaso o de la misma botella de otro.
Aunque hoy sÃ, hoy podrÃa salir: su vieja dormÃa y no se darÃa cuenta. De esa forma, él no tenÃa que fumarse el discurso materno de ser un ciudadano prudente. Y lo peor, la imbancable reiteración: «Nene, esto no es un chiste, se mueren quinientos por dÃa».
Me rajo de acá, la puta madre, ya no soporto más esta cárcel, se dijo sacudiendo la cabeza, recostado en el sillón del living, frente al televisor sintonizado en el catálogo de Netflix y con la vista clavada en el display del celular.
Camilo se levantó, y caminó hacia el baño. Vio cerrada la puerta de la pieza de su vieja. Seguramente ella dormirÃa hasta el dÃa siguiente.
Abrió el botiquÃn del baño, y se puso a revisar las cajas de remedios. Un rapero muy copado, al que seguÃa en Instagram, habÃa posteado que si te empastillás con algún antivÃrico, no te contagiás de COVID.
Sacó una caja de Tamiflu, y leyó: «Oseltamivir oral. AntivÃrico de acción general».
Esto deberÃa funcionar, se dijo. Si voy a lo de Irina, al menos me protejo.
Se llevó la caja de Tamiflu, y la dejó sobre la mesa ratona del living.
Con la botella de Smirnoff que habÃa sacado del freezer, se arrellanó en el sillón. Se tragó el primer comprimido de Tamiflu ayudado por el vodka que tomó del pico de la botella.
Se metió tres comprimidos más en la boca, empinó la botella y, haciendo buches de Smirnoff, las blancas pastillas fueron transitando hacia su estómago. Se recostó en el sillón. EsperarÃa un rato a que el vodka lo entonara para la fiesta, le dibujara una sonrisa de buena onda y le soltara la lengua.
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El sargento Villasana movió la mano hacia adelante para ser seguido por los otros policÃas. Con pasos tensos, caminó hacia la zona del baño y los dormitorios. El asesino podrÃa estar aún en el departamento, agazapado en cualquier rincón.
Entró al primer dormitorio: aparentemente vacÃo y con la cama de dos plazas revuelta. Revisó debajo de la cama, y le ordenó a un agente que registrara el armario. Nada.
Pasaron al segundo dormitorio: pequeño, la pared cubierta de posters en inglés, con una cama de una plaza y una silla con ropa apilada encima. También vacÃo.
En eso, Villasana oyó un sonido. Cruzó el Ãndice en su boca, y aguzó el oÃdo: un débil o lejano llanto.
Les señaló la puerta del baño a los otros dos. Se aproximó él primero y, sin mediar advertencia, la abrió de una patada.
Al costado del inodoro, un masculino acurrucado sobre las baldosas de cerámica, envolviendo las piernas con sus brazos, apenas levantó la mirada.
Un chico muy joven con expresión de asombro, o de confusión.
 —¡Parate! ¡Las manos arriba! —ordenó Villasana, mientras los agentes apuntaban al sospechoso con sus pistolas.
—No me hagan nada, por favor —dijo el chico, con voz carrasposa, levantándose despacio, con esfuerzo, como si hubiese estado un tiempo largo hecho un ovillo en ese baño.
Villasana lo observó: las manos ahora levantadas, la remera ensangrentada, un short que parecÃa un pijama. No tendrÃa más de veinte años, con más aspecto de estudiante que de asesino. Seguramente vivÃa en ese departamento.
—Les juro que no sé lo que pasó —dijo el chico, en una disculpa llorosa—. Yo sólo me defendÃ. Pero no era ella, les juro que no era ella.
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Camilo entreabrió un ojo y apenas divisó una penumbra iluminada por la luz que proyectaba la pantalla del televisor.
En esa tenebrosa oscuridad, una corriente helada le recorrÃa la espina, las manos le temblaban y respiraba con cortos jadeos.
Confundido, trató de ubicarse, de reconocer dónde estaba, cuando oyó aquella voz maldita.
Se paró de a poco, alerta, con los puños apretados.
En la tiniebla, divisó una borrosa figura que se aproximaba, amenazante, que le hablaba con una voz aguda, que decÃa frases que él no entendÃa.
Al verla más de cerca se congeló frente a aquella aberración: una bruja de brillantes ojos rojos, como inyectados en sangre fosforescente.
Ahora, el engendro extendÃa los brazos como para agarrarlo, mientras su boca, oscura como un pozo infinito, balbuceaba pastosos quejidos.
De un salto, Camilo se puso detrás del sillón. Empuñó del pico una botella, la partió en la mesa ratona, y la blandió frente a su atacante que avanzaba profiriendo palabras sin sentido que sonaban a chillidos de rata.
Cuando la bruja se acercó, le clavó el arma en el cuello.
Ella cayó al piso.
Camilo la observó en esa borrosa penumbra, escuchó unos pitidos agudos que se mezclaban con estertores de tos, como si se atragantara con la sangre que el cuello expulsaba rÃtmicamente, en cada latido.
Hasta que calló.
No supo cuánto tiempo permaneció ahà parado frente a la mujer. Tampoco supo cuánto tiempo después, sus monstruosas facciones se transfiguraron, de a poco, en los pacÃficos rasgos de su madre muerta.
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—Cómo le va, Villasana —dijo el forense asomándose al living del tercero B.
—Buenas noches, Kusner. Si me espera un minuto, le reporto los detalles.
En ese momento, los dos agentes salieron del baño llevando al sospechoso esposado.
Al pasar por el living, el chico observó el cuerpo y, como si las rodillas no lo sostuvieran se inclinó hacia el piso.
—¡Vieja! —gritó— ¡Noooo!
Los agentes lo levantaron agarrándolo de los sobacos, y en un corto forcejeo lo arrastraron afuera del departamento.
—A ver, Villasana —dijo Kusner—, son las tres de la mañana, ¿vio? Hágamela fácil y cuénteme lo que pasó.
—Mujer de mediana edad asesinada —dijo Villasana señalando el cadáver—. Herida mortal en el cuello provocada aparentemente por esa botella rota.
—Ajá, ¿y el chico?
—Es el hijo. Confesó que él la mató, que se defendió de un monstruo o algo asÃ, pero que no era su madre.
—¿Una alucinación?
—Todo muy confuso, doctor.
Kusner apoyó su maletÃn en el piso, cerca de la puerta de entrada. Se puso guantes de látex, botas, camisola y cofia descartables, y volvió a aproximarse a la escena del crimen.
—Puede ser que el pibe tenga un trastorno psiquiátrico —dijo Kusner en cuclillas frente al cuerpo—. Si es asÃ, el pobre infeliz podrÃa zafar de la cárcel.
Tomó la caja de medicamentos de encima de la mesa ratona, se acomodó los anteojos, y leyó:
—Tamiflu —dijo el forense, se quedó pensativo y preguntó—: ¿Esto estaba acá?
—Dejamos todo como lo encontramos.
—La gente toma estos antivÃricos por el COVID, como si sirviera para algo. —Sacó de la caja el prospecto, y lo acercó a sus ojos— Cada vez hacen más chicas las letras… A ver: efectos secundarios, ajá. Acá está, bien clarito. ¿Sabe cuál es uno de los efectos secundarios?
Villasana se encogió de hombros.
—Escuche —continuó el forense—: «El aciclovir puede producir alucinaciones visuales y auditivas, trastornos de despersonalización y confusión». Y encima, mezclado con alcohol, imagÃnese.
—Qué tremendo, Kusner.
—Seguro que no van a computar a esta pobre mujer en la trágica estadÃstica de todos los dÃas, la de los muertos por COVID. Aunque deberÃan.
(Buenos Aires - Argentina) Fabián Kon es escritor y nació en Buenos Aires. Sus relatos han obtenido premios y distinciones nacionales e internacionales. Entre otros, La bendición ganó el Primer Premio en el VII Concurso Internacional "Letras de Oro del Bicentenario" (Honorarte, Argentina) y Tres dÃas de paz quedó finalista en el Concurso Literario Leopoldo Marechal. En 2011, el área de Cultura de la Universidad de Huelva (España) honró a Un sabor delicioso con el Primer Premio en la VI edición del certamen Zenobia. En 2019 publicó Emboscada (Barenhaus).Â
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