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El editor maldito, por Oliverio Coehlo

Actualizado: 15 jul 2021

Por Oliverio Coehlo


Ilustra Natalie Alcaráz


Un cuento que juega a lo biográfico y ensayístico por uno de los escritores argentinos más destacados de la actualidad. Una aproximación, desde la ficción, al mundillo editorial.

La historia de la literatura está repleta de escritores malditos. De los editores malditos se dice poco y nada. Ángelo Vivanco, durante sus primeros quince años de vida en la editorial Éter, construyó un catálogo equilibrado y rentable, en el que convivía una literatura comercial y de mediano alcance, con novelas que satisfacían el gusto más exigente de los lectores de suplementos literarios dominicales y de las revistas Harpers, Granta y Readers Digest a las que el mismo Vivanco, a fin de conocer la psicología de los lectores de su época, estaba suscripto a pesar de no hablar una sola palabra de inglés.

Quince años de ventas sostenidas, un catálogo prolijo que editoriales internacionales hojeaban al momento de comprar derechos en Uruguay, hicieron de Éter una editorial modelo latinoamericana, la primera en absorber con gran olfato editoriales en quiebra que habían apostado de manera ciega por una literatura menor. Todo, naturalmente, era parte del plan maestro que Ángelo Vivanco tramó para monopolizar el mercado editorial rioplatense. Diversas colecciones florecieron en Éter1, y cada director, en estricta subordinación con Vivanco, se desempeñó sin sobresaltos, hasta que inusitados problemas financieros y cambios bruscos se presentaron en la editorial. Hasta entonces Vivanco había sido amo y señor de la empresa, y no había aceptado a su lado editores que lo contrariaran.

A la vuelta de unas vacaciones de verano, el equipo de la editorial asistió a un hecho que marcaría un antes y un después, y el inicio de un paulatino éxodo hacia editoriales secundarias que, como arponeros de una gran ballena, esperaban el momento para atacar y capturar escritores y editores formados por la mente visionaria de Vivanco. Después de quince años, y a punto de cumplir cinco décadas de vida, Ángelo tomó la decisión de suprimir su barba y se presentó en la oficina como si nada. Tardaron en reconocerlo, o mejor dicho en acostumbrarse a gestos que siempre habían estado solapados por diversos velos además del capilar: el de la introspección, pero también el que provenía del automatismo impúdico de fumar prendiendo un cigarrillo con la colilla del último. La extrañeza de ver la cara de Vivanco llena, como engordada por su propia gestualidad, fue eclipsada tres días más tarde por la sorpresa de verlo llegar con lentes negros, trasnochado y en pantalones deportivos, y presenciar cómo se desplomaba en el sillón ergonómico de su oficina para una siesta, trasgresión que al poco tiempo se transformaría en hábito.

Que intercambiara bromas obscenas con los empleados de mantenimiento, que reclamara la opinión de la diseñadora para aprobar tal o cual contratapa, que convocara a los directores de colección para definir el plan editorial del año siguiente –que pronto entendieron se le confundía con el de años anteriores-, como si recién se iniciara en el oficio, distanció a sus colaboradores más cercanos y acercó a quienes, por venir de disciplinas no letradas, conocieron por primera vez la voz y la sonrisa de un jefe que antes se atrincheraba a fumar y leer en su despacho, detrás de pilas de manuscritos, y que emitía comunicados o respondía correos a través de su secretaria, Beatriz Garnero, la primera en desertar.

Quienes permanecieron a su lado fueron los primeros en ocupar casilleros vacíos y urdir planes para usufructuar el temperamento audaz de Vivanco con propuestas que desacartonaran la línea algo conservadora de la editorial. Aunque gracias a ese prestigioso acartonamiento sobraban libros exitosos en el catálogo de Éter, el cadete de la editorial, Felipe Solano, persuadió a Vivanco de que desaprovechar a esa altura, con todo el futuro asegurado, la oportunidad para insertar la editorial en el mundo de los lectores de culto -lo cual equivalía a hacerla entrar en la verdadera historia de la literatura- era un pecado. Ángelo Vivanco palmeó la espalda de ese joven de diecinueve años que podía ser su hijo, lo habría abrazado si el otro no hubiera retrocedido atónito por una muestra de afecto nunca exhibida por el Pater Familia del mundo editorial uruguayo, y le dijo que en Éter cabían todos los libros que a él, y a la humanidad en general, se le pasaran por la cabeza. Ese mismo día, Ángelo Vivanco dejó en manos de Felipe Solano el diseño de una colección de «nuevas vanguardistas».

En un correo de Beatriz Garnero al responsable de recursos humanos, Adrián Peralta, leemos: «cada vez es más difícil atender los asuntos Ángelo. Su carácter es irascibble (sic), y pasa del maltrato al amor. Desde que decidió usar la computadora y responder sus propios correo (sic), al lado suyo soy nula como un perchero. Se porta como si yo no existiera. Le encarga a cualquiera que esté cerca tareas que eran exclusivamente mías. Creo que me retiró su confianza. Me resulta inexplicable y penoso, pero dadas las circunstancias sobro en la empresa y solicito el retiro voluntario, para poder continuar mi carrera profesional en una empresa que valore mi talento. Años al servicio de Éter justifican un retiro digno. Atentamente».

Cuando Adrián Peralta le refirió el caso a Ángelo, éste no sólo aprobó el retiro voluntario de Beatriz Garnero, una señorita de cuarenta y cinco años que en su tiempo libre cambiaba los ropajes de secretaria por los de tía, sino que la invitó a comer afuera –hasta donde sabemos, sin éxito- y le asignó una indemnización generosa que en una semana repercutió negativamente: hubo tres nuevos pedidos de retiro voluntario entre los más fieles al antiguo Ángelo y oportunistas pedidos de aumento salarial entre empleados grises como Felipe Solano, que comenzaron a ganar protagonismo e influencia en la política editorial de la empresa.

A todo Ángelo consintió y él mismo, como si quisiera participar de esa conspiración, se otorgó un aumento generoso después de años de austeridad. Esto último, sumado a los ramalazos de lascivia que exhibió ante empleadas del área de contabilidad y marketing, terminaron por confirmar que el antiguo Ángelo, a quien no se le conocía una mujer y al que todos suponían célibe u homosexual reprimido, estaba decidido a atravesar un periodo audaz que compensara sus primeros cincuenta años monacales de vida.

En un correo de Francisco Rezzo, corrector profesional, a Elena Ponciano, encargada de derechos de autor, leemos: «Elenita, el clima que se respira es insoportable. Desde que el cerdo de Solano avanza con una colección de vanguardias, mi trabajo es denigrado. Vivanco me toma el pelo: a corregir palotes». El correo sigue, deriva en penosos asuntos de índole amorosa irresueltos entre Rezzo y Ponciano –no podemos deducir, pese a todo, si fueron amantes o no, aunque la prosa de Rezzo es de una intimidad sofocante cuando emplea diminutivos-, y cierra del siguiente modo: «o nos plegamos al retiro voluntario, o pedimos aumento. ¿Qué decís? Como todo acá se degeneró, el tarado de Vivanco quiere ahora que pase a ser lector de manuscritos para el premio Vivanco de novela. Más patético imposible».

Naturalmente, Felipe Solano, con el consentimiento de Vivanco, no tardó en ponerse al frente del jurado de preselección del premio que él mismo había impulsado para promover a una camada de nuevos narradores amigos con los cuales solía pasar noches de póker, whisky y cocaína. Vivanco sólo quería ahora exponerse a aquello que durante años había evitado por considerarlo prerrogativa de los autores: dar entrevistas y, en lo posible, ir a algún programa televisivo. Para estos fines, la creación de un premio con su nombre no podía resultar más pertinente. Aunque había perdido su famosa concentración para leer en cualquier ambiente y estaba harto de descubrir en los rincones de su oficina manuscritos escondidos, se autopostuló presidente del jurado y confió en la capacidad del joven Solano para descubrir talentos.

No había transcurrido un año cuando la mayoría de las colecciones redituables de Éter se descontinuaron, los autores más exitosos migraron, junto a los directores de colección, hacia editoriales parasitarias que comenzaron a crecer. Las oficinas de Éter pasaron a alojar, en ese periodo, a siete u ocho empelados jóvenes que adoraban la laxitud de Vivanco y cobraban sueldos generosos por reinventar a ese «monstruo kitch»2 llamado Éter.

Los tres autores semi-prestigiosos que el sello había mantenido un poco por amiguismo y otro poco por caridad3, además de pasar a obtener adelantos por libros que no vendían, ocuparon sillones estratégicos en el consejo editorial de la colección Otras vanguardias, rápidamente rebautizada como Vanguardias derechas4, dirigida por Solano, y se convirtieron en jurados del 1er Premio Vivanco de novela.

En el medio, por supuesto, hubo incidentes, alguna trifulca menor entre los miembros del jurado, demoras en la imprenta, profusión de erratas en los libros, desatinos a los que Ángelo Vivanco no les concedió la más mínima importancia, y hasta hubo un atentado que Elena Ponciano, principal damnificada, refirió de esta manera a Rezzo, cesante en su actividad de corrector frente al avance de las vanguardias derechas: «como todos los días, llegué puntual. No había nadie en la oficina, salvo Vivanco, desnudo pero con medias, durmiendo en su sillón con el ventilador prendido al máximo». (Cabe aclarar que nadie se presentaba a trabajar a la mañana y que, pese a todo, Elena Ponciano cumplía con su horario como si nada hubiera cambiado, revisaba su casilla de correos, borraba los correos no deseados, se preparaba un té negro y hacía tiempo hasta que el cada vez más omnipotente Solano llegaba al mediodía. En ese lapso de tres o cuatro horas evitaba hacer ruidos que alteraran el descanso de Vivanco en su oficina, y encontraba en internet un estímulo). «Esto hubiera sido sólo un paso en la degradasión (sic), pero al llegar a mi escritorio fue el colmo. No había CPU ni monitor».

Lo cierto es que, más allá del atentado, Elena Ponciano, desde que la mayoría de las colecciones había sido desmantelada, boyaba por los pasillos de la editorial sin cumplir ninguna función. Por cierta informalidad que exigía, per se, la colección, cada título de vanguardias derechas salía publicada sin contrato. La tarea de Elena Ponciano consistía en enmendar, contra los intereses de la empresa, los contratos de los tres seudo escritores «larvarios»5, que pese a su vanguardismo se rehusaban a publicar en la colección VVDD y preferían exprimir la confianza y los recursos de la sociedad Vivanco/Solano.

De modo que el atentado fue la gota que rebalsó el vaso y determinó la renuncia del último espécimen del antiguo modelo editorial de Éter. Ni siquiera pudo acceder al beneficio del retiro voluntario, ya que el jefe de recursos humanos y legales, Adrián Peralta, se había dado a la fuga después de auto asignarse una indemnización que Vivanco firmó con los ojos cerrados.

En adelante la actividad editorial de Éter se redujo a deliberaciones salomónicas que a raíz del premio, casi a diario, en la oficina editorial tenían Solano y los tres seudo escritores. Vivanco solía estar ahí e intervenía con expresiones unimembres que los presentes aprobaban reprimiendo la risa: «calumnias pétreas», «pancho tinto», «chicana o luz». En cierto momento de la deliberación la locuacidad que en Ángelo inspiraban las oraciones unimembres fue tan perturbadora que debieron trasladar las reuniones a un bar, lejos de Vivanco. Entonces el momento esperado de las entrevistas llegó, pero la máquina de evocación unimembre había invadido al amo y señor de Éter, y el debut en un estudio televisivo se pospuso una vez más. Pasado un año de la convocatoria del premio, producto de discusiones que estuvieron a punto de producir una fractura irreparable en el grupo, no habían elegido aún al ganador, aunque llegaron a un acuerdo para dar a conocer una lista de diez finalistas. Para entonces la empresa entró quiebra6. Solano, al igual que los tres autores larvarios que formaban el jurado, no tuvieron más alternativa que resignarse y pelear un lugar en el mundo editorial porteño de la época. Al poco tiempo se desentendieron de Vivanco. Bajo el lema «al viejo hay que dejarlo hacer su vida, se las va arreglar», Solano abandonó sin culpas a su mentor, aunque alguna vez tuvo la deferencia de llamarlo a la oficina, quizás para verificar si la situación, por arte de magia, no se había revertido.

Uno de ellos, mucho tiempo después, montado en la influencia de la Chiva7, ganaría un premio de renombre y perdería todo en una mesa de póker en Las Vegas. Otro dejaría de escribir y se abocaría exclusivamente a hacer informes editoriales y a destruir novedades en suplementos literarios. El tercero pasaría a ser el paladín vanguardista de las letras uruguayas y, aunque nunca escribiría una novela vanguardista, se las ingeniaría para sumar adeptos y publicar poemas en prosa en editoriales parasitarias que, gracias a la diáspora eterina y al auge de subsidios a la edición, se transformaron con el tiempo en empresas rentables.

Lo cierto es que el día del remate, aproximadamente tres años después de que se presentara a trabajar sin barba, Ángelo Vivanco fue hallado en su oficina, fumando bajo el ventilador, en calzoncillos y medias, encogido y con la mirada perdida. «Guante mágico», «chistorra nunca», «ábrete sésamo», articuló el último editor maldito, sonriendo, como si evocara ensalmos secretos de la infancia, antes de ser desalojado. En las instalaciones no había luz, ni gas, ni teléfono y, salvo por un pequeño anaquel con primeras ediciones, nada indicaba que ahí hubiera existido una gran editorial latinoamericana.


Notas:

1 Sabores y colores: libros de cocina y jardinería; Global: guías de viaje; Piedra movediza: novela internacional y nacional; Lámpara mágica: autoayuda; Temas: Investigación periodística, actualidad y economía. Arlequín: literatura infantil y adolescente.

2 Fórmula acuñada poco antes de renunciar por la directora de la colección Arlequín, y apropiada rápidamente por Solano y sus secuaces.

3 Más de una vez se escuchó en boca de Vivanco la proposición “Dios le da al que no tiene dientes” para justificar su altruismo.

4 VVDD

5 Epíteto rencoroso empleado por el director de la colección Global para referirse a quienes gozaban de la confianza de Vivanco.

6 Ignoramos si ya entonces se anunció el remate de la editorial y si esto, entre otros motivos, apuró la deserción de la tropa fiel a Vivanco.

7 Apodo fálico por el que se conocía en la época a la agente literaria más poderosa de Latinoamérica.


 

(Buenos Aires - Argentina) Oliverio Coelho nació en 1977. Es autor de novelas como Tierra de vigilia (2000), Los invertebrables (2003), Borneo (2004), Promesas naturales (2006), Ida(2008), Un hombre llamado Lobo (2011, 3er Premio Nacional de Novela), Bien de frontera (2015), y de los libros de cuentos Parte doméstico (2009) y Hacia la extinción (2013). Realizó residencias de escritores en Ciudad de México, en Nueva York y en Seúl. Relatos suyos fueron publicados en diversas antologías de narrativa argentina y latinoamericana. Fue elegido por la revista inglesa Granta como uno de los 22 mejores escritores jóvenes de habla hispana.


(Guadalajara - México) Natalie Alcaraz nació en 1999, es estudiante de la carrera TSU en Terapia Física en la Universidad de Guadalajara y fotógrafa autodidacta. Actualmente se inspira en el trabajo de Silvia Grav, Dara Scully, Gabriela Iturbide, Nathalie (@enmiljontystnader), la fotografía documental y la música de Agnes Obel.

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