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Colorín colorado

Por Lucía Osorio


Literatura que se vuelve cine y música.



El imperio Disney del cine infantil tuvo un inicio. Si nos remontamos al origen de los estudios no vamos a encontrar más que cortometrajes breves y mudos cuyas historias se amalgamaban al vaivén del colchón musical de fondo. En 1923, junto a su hermano Roy, Walt Disney creó al ratón Mickey Mouse, que con el tiempo se convertiría en el emblema de la fábrica. Pero la verdadera revolución va a suceder con el primer largometraje. Blancanieves (1937) fue la manzana embrujada. ¿Qué hizo que fuera esa película tan emblemática?

En el principio del cine narrativo siempre se acudió a la literatura. La invención técnica de un aparato capaz de reproducir movimiento no tenía tiempo para inventar argumentos. Para eso estaban los libros y sus personajes. Así, aparecen las primeras adaptaciones literarias apenas iniciado el siglo XX, y casi sin querer, se inaugura una hermandad que continúa vigente. No era extraño esperar que algo similar sucedería con el cine infantil. Allí estaba Walt Disney revolviendo archivos literarios, en busca de algún cuento que le sirviera de trampolín. Encontró Blancanieves y se puso manos a la obra para adaptar el argumento a una versión menos siniestra (lo cual logró con poco éxito). Sin embargo, no fue el trabajo de los guionistas ni de los ilustradores al adaptar el argumento lo que generó el quiebre en la línea de tiempo de la historia del cine infantil en A.D. (antes de Disney) y D.D. (después de Disney). Fueron las canciones.

En la década en que se estrenó Blancanieves, el género musical era la novedad, la moda. Es probable que en ese momento, la inclusión de la instancia musical fuera una estrategia de marketing. Pero con el correr de los años y décadas, el uso de la canción se sostuvo como fórmula, y lejos de seguir a la moda, el musical comenzó a ser un género en decadencia. En los estudios de Disney se siguieron desempolvando libros de cuentos infantiles y se siguió escribiendo música original para poner en las voces de los personajes, porque lo que en verdad resultó ser la clave del éxito fue hallazgo narrativo.

Todos los cuentos infantiles tienen una impronta inevitablemente moderna: el narrador suele tener un rol activo y evidenciado, y no existen tantas barreras para dar rienda suelta a las inverosimilitudes. Los libros infantiles no temen hacerse cargo de su carácter ficticio. Mientras que el cine clásico de la industria hollywoodense estaba cada vez más obsesionado con hacer desaparecer las fronteras de la construcción cinematográfica para generar un efecto de realidad y transparencia en el espectador, La bella durmiente (1959) comenzaba con un plano de un libro sobre una mesa abriéndose por arte de magia, un narrador en off diciendo «Había una vez…», y una multitud ante el castillo del rey cantando a viva voz por nacimiento de la princesa. El uso de la canción (música+letra) aparecía de manera arbitraria, forzada y artificial, y era, a la vez, un eslabón fundamental para comprender el desarrollo de la trama o para exponer el mundo interno de un personaje.

La canción funciona como instancia poética y dramática. Una pausa en la narración, un excursus. Este recurso fue efectivo para la adaptación del cuento infantil, que ya traía consigo esa impronta de la ficción, y quedó de lado en el resto del cine, más allá de algunas excepciones. Quizás hoy en día, sea en las canciones de las películas de Disney que encontremos las últimas motas de polvo de lo que fueron los coros de las tragedias griegas. En tal caso, Disney sigue cosechando generaciones de niños y niñas cuyas infancias se desarrollan en compañía de personajes a los que aman, no sólo por sus historias, sino por sus canciones.

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