Por Juan Francisco Baroffio
El mal es una presencia real en el mundo, aunque pueda atribuirse a los más diversos factores físicos o espirituales. Pero, asaz, el consuelo último es que ningún ser humano puede albergar el mal absoluto. Hasta el más canalla puede tener un acto de bondad, e incluso, aunque no lo comprendamos, puede amar y ser amado. Por suerte, en el mundo de la literatura todo es posible.
En Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde el escocés Robert Louis Stevenson indaga en las posibilidades de un mundo que cobije a un ser de maldad pura.
Fiebre y obsesión
Aquejado por un episodio de la enfermedad que lo llevaría finalmente a una tumba temprana, Stevenson escribió, entre pesadillas producidas por la fiebre, el primer borrador de esta novela. Su esposa Fanny Osbourne, lectora aguda y fiel, lo alentó a que la obra dejara de ser un cuento para convertirse en lo que finalmente hoy conocemos.
Obsesionado con el tema de la dualidad humana, resabios de su formación presbiteriana escocesa y del calvinismo austero de su niñera Alison Cunningham, nos presenta una historia en la que un científico logra separar químicamente el bien y el mal que habitan en nosotros.
Más allá de las discusiones sobre si pertenece al género fantástico, al policial o a la ciencia ficción, lo que se plantea es una reflexión moral.
Una nueva fe
No es casual que la trama gire en torno a hombres de ciencias como los doctores Henry Jekyll y Lanyon. Stevenson vivía en la Gran Bretaña victoriana de la fe depositada en la ciencia y los avances tecnológicos. Las academias se habían erigido en los faros de la civilización y desde ellos se exploraba y juzgaba el mundo físico. Aquello que no podía ser visto, medido, fraccionado o diseccionado era recluido en las sombras bajo la sospecha de superchería. Justamente es un debate científico lo que separa a Jekyll y Lanyon. El primero defendía tesis que el segundo veía como reñidas con las ciencias puras y duras. El estudio empírico del alma humana era alejarse del recto camino de la ciencia.
Salvar el alma humana
El protagonista de esta historia, sin embargo, no es un científico. Quien nos adentra en el misterio y descorre uno a uno los velos, es el abogado Gabriel John Utterson. Acaso el detective de esta historia, lo cierto es que su caracterización guarda más relación con un religioso ascético que con la de un mundano londinense. Hombre de elevadas convicciones morales pero que no juzga a su prójimo, que castiga y reprime sus propias tentaciones y gustos sensuales, que disfruta del silencio y la lectura de aparatosos volúmenes de teología. Este es el personaje que nos guiará y que, al mismo tiempo, tratará de salvar mucho más que la vida de su infortunado amigo Henry Jekyll.
Preocupado por los estragos que el misterioso Edward Hyde puede provocar en la vida y reputación del afamado y rico doctor, Utterson se propone trabajar denodadamente por liberar a su amigo de la funesta influencia del otro.
Entre el bien y el mal
Todo en torno a Hyde es aterrador. Se lo describe como alguien que causa inmediata repulsión y rechazo. No solo su conducta es censurable, sino que todo su aspecto, aunque no se pueda describir exactamente el por qué, eriza la piel. Y es que lo que nadie sabe, pero acaso intuye como en un instinto primigenio, es que Hyde es la presencia real del mal.
Jekyll, como cualquier otro ser humano, presenta la dualidad que impide la maldad o bondad absoluta. Es el hombre común y corriente que vive en la lucha entre las pasiones y la justicia, entre el capricho y lo recto, entre el odio y el amor. Aunque es generoso, filántropo, buen amigo, su mentalidad de época, nos dice Stevenson, lo lleva a experimentar sin escrúpulos y sin ética.
Hyde es más joven, más pequeño físicamente, descrito como casi un enano. Se explica en que se trata de la parte menos desarrollada por el doctor.
Lo que se esconde
Hyde puede resultar un juego de palabras con la palabra hide (esconder, en inglés). Y es que justamente este ser es la máscara que el buen doctor aprovecha para liberar sus bajos y más crueles instintos. Aquellos que permanecían reprimidos para poder ser un hombre bueno que vive en sociedad.
Hyde es, a su vez, secreto proyecto científico y posibilidad de una vida oculta. Jekyll cree que puede abandonarse al mal con impunidad. Pero Stevenson nos dice que no hay tal cosa. El que elige el «pecado» y no busca verdadera redención se pierde definitivamente. Porque Jekyll, espantado por las atrocidades de Hyde, aunque trata de volverse más bondadoso y generoso, nunca confiesa sus crímenes. Y lo que no se confiesa no se redime, dicen los teólogos.
Hyde, el mal, se vuelve más fuerte después de cada transformación e incluso comienza a crecer físicamente. Y de a poco ya no necesita del brebaje para ser liberado. Se vuelve el verdadero rostro del doctor. Jekyll morirá con el rostro de Hyde. Ese rostro que a todos espanta sin saber por qué. Ese rostro que lleva impresa la marca de Caín.
Escrita en el otoño de 1886, apareció publicada por primera vez ese año por los editores londinenses Longmans, Green & Co. Aunque hay diversas traducciones, una de las más recomendadas en español es la del argentino Elvio Gandolfo.
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