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Cien años de fervor

Por Juan Francisco Baroffio




Hace un siglo, la literatura argentina se encontraba en la búsqueda de su propia identidad. ¿Debían, por ejemplo, ser poetas españoles o novelistas franceses? ¿Y el destino latinoamericano? La misma cuestión irresuelta en otras materias, también era tema de debate entre los escritores. Lugones había pregonado que la Argentina, por la civilización grecolatina insuflada por España, era heredera del mundo.

Rubén Darío y el Modernismo, aunque habían captado a Lugones, el arquetipo del escritor de aquellos tiempos, no había logrado instalar definitivamente la cuestión americana en estas tierras.

Además, a la Argentina le faltaba una ciudad mítica. Londres, París, Nueva York, Roma, Jerusalén podían presumir de sus estaturas mitológicas frente a las otras naciones de la tierra. Y sus poéticas eran más que expectables. A la Argentina, le faltaba un canto fervoroso.

En 1923, Fervor de Buenos Aires irrumpe sin grandilocuencias. Era la edición mal terminada de un desconocido, con la portada de una artista plástica llamada Norah Borges, igual de anónima. Jorge Luis Borges era un muchacho vanguardista recién llegado de Europa que había publicado unos pocos poemas ultraístas en Madrid. Era un porteño de clase media que había leído el Quijote en inglés, que a los nueve años había traducido a Oscar Wilde, que había descubierto a Whitman en Ginebra, que se había enseñado el alemán con poetas expresionistas, que veneraba a Schopenhauer y que admiraba las posibilidades literarias de la Razón. Ya había destruido dos manuscritos antes de volver a su patria y aún nadie sabía de sus obsesiones con los espejos, los tigres, la circularidad del tiempo y los laberintos.

Fervor de Buenos Aires representa muchas cosas para la literatura argentina. Por un lado, es el primer paso, efectivo y concreto, de un joven Borges que tenía en claro que quería ser un escritor argentino (aunque por entonces no tuviese muy en claro qué significaba eso).

Es también, el inicio de la fundación mítica de esa ciudad. La Ciudad de Buenos Aires había crecido y desbordado sus posibilidades. La Gran Aldea de Vicente Fidel López no era la del Centenario: una pujante urbe cosmopolita en la que colisionaban tipos culturales. Los criollos de vieja cepa trataban de sobrevivir, entreverados en una complicada coreografía de milonga, al peso de la lustrosa piedra francesa de los monumentos, a la economía arrastrada por barcos británicos y a las tumultuosas masas de italianos, españoles, «turcos» y «rusos» pobres que llegaban a «hacer la América». Pero en esa caótica pujanza, que aumentaba brechas de desigualdad, a Buenos Aires le faltaba estatura.

Fervor de Buenos Aires es un canto romántico a un pasado de arrabales y periferias que para ese entonces ya estaban en franca desaparición. Borges crea un mito de sus empedrados y sus casas bajas, de patios con aljibe y de canceles. Las calles de Buenos Aires, escribe en el primer poema de su libro, «ya son mi entraña». Pero no se refiere a las calles ajetreadas del centro porteño, «sino a las calles desganadas del barrio / casi invisibles de habituales / enternecidas de penumbras y de ocaso / y aquellas más afuera / ajenas de árboles piadosos / donde austeras casitas apenas se aventuran, / abrumadas por inmortales distancias, / a perderse en la honda visión / de cielo y de llanura». Y es que esas calles, escribe el poeta, «son también la patria».

Años más tarde, invita a sus pares a encontrarle «la poesía y la música y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen. Ese es el tamaño de mi esperanza, que a todos nos invita a ser dioses y a trabajar en su encarnación». Es la potente arenga de un joven que es un agitador cultural. Sí, Borges no siempre fue un apacible y venerable Senex; alguna vez fue un joven que movilizó a otros jóvenes a empapelar las calles con poemas y a discutir y crear y ser iconoclastas.

Fervor de Buenos Aires funda, también, un modelo de escritor argentino que tiene más que ver con lo porteño que con otra cosa. Y es que Buenos Aires pasa, con Borges, a ser expectable en el mapa de la literatura.

Borges en más de una ocasión dijo que el único mérito de este primer libro era el de ser una suerte de programa de su literatura futura. Que toda su vida, de alguna forma, fue reescribir los temas de esos poemas. Fervor de Buenos Aires, durante 46 años fue un libro vivo: cambió, perdió y ganó cosas en el camino, se contradijo y rescató elementos de su origen. En esas casi cinco décadas, en las seis reediciones que tuvo la obra, Borges se dedicó a depurarlo. En 1969 Emecé publica, por primera vez desde 1923, esta obra en un tomo individual (las ediciones anteriores habían sido de varios poemarios juntos). Casi cincuenta años le tomó a Borges sentir que había llegado a lo que quería decir en su primera obra. Hoy, leemos la obra que Borges siempre quiso escribir, pero que le costó una vida encontrar las palabras perfectas para hacerlo. Los egos de los escritores los pueden llevar a creer que sus obras están acabadas y perfectas. Borges, que en sí mismo sintetiza la literatura, como si fuera el librero imaginado por Arcimboldo, nos deja otra lección inestimable en esta obra: nada es más importante que la literatura.



 

Libro de poemas editado en 1923 por el autor e impreso en Imprenta Serantes de Buenos Aires. La portada fue ilustrada con un grabado de su hermana, Norah Borges. En sucesivas ediciones Borges modificó poemas, sacó algunos y agregó otros. La edición que se considera definitiva es la editada por Emecé en Buenos Aires en 1969, con guardas ilustradas por nuevamente por Norah.

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